Las consecuencias de otra crisis

Las consecuencias de otra crisis

Parece incuestionable que las grandes ideologías surgidas en el siglo XX tras la II Guerra Mundial están en crisis e incluso en decadencia. Vivimos desde hace años una profunda quiebra en el pensamiento socialdemócrata y, en no menor medida, en el otro polo, en el pensamiento denominado “liberal conservador”. La consecuencia más directa de la desideologización actual y la quiebra de los dos grandes pivotes del pensar ha sido una crisis general en el actual modelo de partidos tradicionales en occidente. Las ideologías tradicionales, en muchos casos impuestas a la sociedad mediante mecanismos de “sedación” con eslóganes como la estabilidad, lo democrático y lo políticamente correcto han perdido todo el poder de persuasión que tuvieron. Hechos como i) la confusión de ideas entre unos y otros, la falta de mensajes claros y directos que maticen las distintas corrientes ideológicas, ii) la llamada ideología neoliberal dominante o más vulgarmente definido como “centro político” que ha opacado por fusión las antaño diferencias existentes entre izquierda y  derecha, entre el socialismo y el conservadurismo, iii) la creencia de que no son las ideas las que mueven gobiernos y enfrentan pensamientos sino que el verdadero eje motor y conductor son los mercados y iv)  la inexistencia de líderes de peso así como de intelectuales, capaces de crear ideología, han supuesto un claro debilitamiento, e incluso desaparición, de los partidos tradicionales.

No se debate sobre un nuevo estado del bienestar ni se discute sobre éste y su futuro, base de la socialdemocracia. La crisis de ésta proviene de su falta de mensaje y de destinatario. Si la mayoría de las sociedades europeas padecen una profunda crisis general, las ganancias en la productividad de los últimos veinte años, la ampliación de las coberturas sociales, la minoración de la pobreza material efectiva y la desaparición de la “conciencia de clase” han dejado sin contenido el programa de la izquierda surgida en la modernidad. Tampoco se reflexiona sobre el ser y la esencia de la libertar, pilar básico de los liberales y de un nuevo concepto de capitalismo y de ganancias. Reflexionemos sobre si con el fin de las ideologías ha llegado igualmente el fin de la política, sobre si el mundo globalizado de hoy ha supuesto una globalización uniforme del pensamiento hasta convertirlo en monocromo, gris y aburrido.

Frente a lo anterior, el gran vencedor ha sido el populismo. No analizado a corta distancia. No el concepto, erróneo en mi opinión, que únicamente lo plantea como una oferta fácil a problemas complejos desde la extrema izquierda antisistema y la derecha radical. Ha triunfado el populismo como lo que es. No una ideología sino una forma de hacer política. No una doctrina como las clásicas provenientes del siglo XIX, ni una búsqueda de alternativas o proyectos sociales, económicos o éticos. Los partidos tradicionales, a falta de una diferenciación clara entre ellos, no han dejado de ofrecer soluciones amables al electorado. Han hecho populismo sin reconocerlo. La “convergencia ideológica” ha desencadenado la reacción del individuo al querer ser diferente y querer hacer ver y valer dichas diferencias. Ya se adelantaron a este fenómeno Daniel Bell, Lipset o Raymond Aron, al entender que las dos grandes alternativas, la liberal y la socialdemócrata, se habían acercado en la gestión de los problemas políticos compartiendo el mismo objetivo técnico y de eficiencia de la gestión de recursos.

Fukuyama acertó al afirmar que la Guerra Fría fue ganada por el capitalismo de libre mercado y la democracia liberal frente al comunismo. Pero no supo pronosticar lo que ya estaba ocurriendo. La “modernidad tardía” ha privado al individuo de sus esencias más fundamentales y, especialmente en Europa, del reclamo más primigenio. El pensamiento global, totalizador de las diferencias y el particularismo han fracasado. La única apuesta por “Europa”, no como encuentro histórico-cultural, sino como entelequia política ha provocado el efecto contrario, al reclamar el hombre su más primaria necesidad. Frente al debilitamiento de los Estados-nación, la reacción del individuo al reclamar más Estado, más sentimiento de nación. Ante la inexistencia de un vínculo directo entre los partidos políticos y la ciudadanía estamos ante una grave crisis de representación. Crisis que ha sido aprovechada bien por quienes vuelven a recurrir a mensajes de ruptura y revolución, apoyando su mensaje “progresista” en aquellas soflamas de 1917, bien por aquéllos que han encontrado el hueco y las necesidades de protección que necesita el individuo y que han sido abandonadas por los partidos tradicionales.

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