La cita amorosa con la urna

La cita amorosa con la urna

Resulta que el día de las elecciones tengo que estar en Madrid. La causa es artística, uno de mis juegos profesionales más satisfactorios. No deja de ser una suerte poder respirar el aire madrileño en un día tan importante para el país. Es el momento de la verdad, se van a ejecutar las voluntades de inmediato, en apenas unas horas. La cosa es, cuanto menos, emocionante. Iba esta mañana muy temprano en el AVE preparando mi trabajo, cuando una voz ronca me susurró: “¿Es usted la incógnita despejada?”. Sobre su cabeza, como si fuera un casco militar, llevaba ladeada una miniatura con una cuadriga.

Enseguida entendí que me había tocado como compañero de viaje una persona inquietante. Dudé si pedir ayuda o esperar expectante lo que aquel viaje al escenario principal me deparaba. Opté por lo segundo y volví a sumergirme en mis apuntes. Tras veinte minutos de silencio absoluto, exclamó: “Aunque trabajo en Bruselas, nací en Madrid. Me encantan las escenas chinescas, las pagodas, los secrètaires con cajones y, sobre todo, la libertad, la igualdad y la fraternidad”. Lo miré sin dejar de pestañear. A buena le había soltado esa autodefinición, decidí ordeñar a aquel monstruo blanco. “Ah, ¿sí? Qué interesante, ¿y a qué vuelve usted a Madrid?”.

El extraño individuo, que era francamente atractivo, se apoyó sobre un muro de adobe, se encendió un puro y miró a cámara en actitud de desafío: “Voy a por la V de Victoria, a lo Churchill”. Rápidamente comprendí la esencia de aquel hombre de brutal belleza y como quedaba aún mucho viaje, decidí seguirle el juego. Todo el que me conoce un poquito sabe lo que me aburre la gente predecible. “Tengo una cómoda rococó sobre la que coloco libros, palabras concisas, valores, ilusiones, flores secas y sándwiches de pepino y queso”, le dije. Me preguntó si la superficie era de mármol de Carrara y me dijo que Bismarck hacía lo mismo que yo con su mueble preferido: “El pepino en rodajas tiene un toque muy chic”. Soltamos los dos una carcajada que sonó en el vagón como una comunión espiritual de ideas.

Le dije que la conversación me resultaba muy interesante y apasionada, pero que deseaba saber el motivo real de su viaje. “La campaña de las calumnias contra Ayuso ha sido tan exitosa fuera de España que todos los expatriados hemos decidido venir a apoyarla”. Continuó diciendo que en su familia los perros y los criados llevaban siglos sin cambiar de nombre, porque así no había líos para llamarlos, y que los puros nunca se encendían con cerillas porque el olor a fósforo era una vulgaridad. “En Madrid –continuó- se mueven los naipes del juego y, por tanto, allí es donde hay que estar hoy”. En tren se paró de pronto, habíamos llegado.

Nos despedimos y le vi alejarse con su derecho a voto. Yo no lo tenía. Antes de irse, me hizo una reverencia con la cabeza: “Tu compañía ha sido como un regalo de la patria agradecida”, me dijo. Le esperaban un mar de fotógrafos y periodistas en la calle. Me quedé atónita al comprender que había viajado con el amo del castillo, que desempeñaba un importante papel político en Europa. Desde una ventana, vi el cortejo fúnebre de Iglesias. Aquello cerraba una época, de la misma manera que el ataúd de Gabilondo cerraba otra. Sánchez no había acudido a ningún sepelio- “Hijo mío, –les había dicho a ambos antes de partir- qué extraño traje llevas”.

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