CIEs: el negocio de la hipocresía

CIEs: el negocio de la hipocresía

Obsérvenlo con detenimiento. Cosas muy bizarras están ocurriendo en los controvertidos CIEs desde que Podemos ha caído de los cielos a los mundanales ayuntamientos. La primera es la gran cantidad de súbitos motines en los centros de internamiento. La segunda sume en el desaliento: comprobar lo blanditos que son estos nuevos filántropos porque, a pesar de haber más podemitas que quieren entrar en Aluche, Zapadores y Sangonera que inmigrantes intentando salir de ellos, ni uno solo de los alcaldes, señorías o concejales aguanta ni una hora dentro.

Oigan, hasta La Pasionaria se hubiera quedado un rato a repartir migas con chorizo, a consolar a los azotados o a encadenarse como señal de protesta al rollito del oprobio a los maltratados. Sin embargo, las visitas de Barbero, Garzón, Ribó y Montero duran lo mismo que el toque de queda del último paparazzo, y su discurso sobre los derechos humanos es tan esnob que exigen para los argelinos wifi y pisos tutelados. ¿Y por qué no lechazo y la última temporada de ‘Los Soprano’ para empoderar a los internados?

Y en ese negocio del drama humano no caben los nueve policías de Sangonera con la cabeza abierta por los internados, ya que es el oligopolio de esta izquierda del discurso de la dignidad sin tener siquiera un ápice de ella. La izquierda de Garzón que compara los CIEs  con «un pequeño Guantánamo» en el que, a diario, los policías que se juegan la vida son criminalizados al ser acusados de «violar los derechos humanos». Mientras, el pijo anticapitalista se abrocha las New Balance para llegar el primero a la foto del escenario. Mientras, este groupie se imbuye del espíritu del Che que hacinaba homosexuales en el campo de concentración de Cienfuegos a la orden de «el trabajo os hará hombres, putitos». Mientras, reivindica a Otegi como líder carismático y equipara 858 asesinatos por lesa humanidad con la actividad política de cualquier diputado que va al Congreso a poner una enmienda.

Desde la modificación del artículo 89 del Código Penal, la mayoría de los inmigrantes que llegan a un CIE son delincuentes que han cambiado cárcel por expulsión al país de origen, y el tiempo máximo de permanencia en estos centros en España es de 60 días, durante los cuales el negocio reportado no es ni mucho menos para la Policía, sino para asociaciones como la Cruz Roja, cuyas arcas reciben 600.000 euros al año por la gestión mediática de los CIEs de Valencia, Madrid y Barcelona, y para un Podemos que hace simultánea la agitación de los motines y su posterior gestión política en las instituciones. Parece razonable que, como contraprestación a los servicios prestados por los inmigrantes, estos pudieran ser reubicados en cualquiera de los pisos de sus señorías si es que éstas rechazan que sean llevados bien a módulos carcelarios o bien sean inmediatamente expulsados. Entretanto, y hasta su deseable cierre, los CIEs seguirán siendo para los inmigrantes ilegales lo que el Estado para los políticos podemitas: un centro de subsidio sin cuyo amparo estos morirían de frío y hambre.

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