Cataluña deja de ser un parvulario

Salvador Illa

En la manifestación de la Hispanidad en Barcelona me encontré al colega de estas mismas páginas Sergio Fidalgo. Y me dijo que no se fiaba de Illa. «La política lingüística es la de Esquerra Republicana», afirmó.

No le faltan argumentos. El nuevo presidente no ha tocado aún TV3, ha mantenido un departamento de Lengua -con un consejero designado por Esquerra- y no parece que vaya a cambiar la política de la Generalitat en la materia.

Pero hay otras cosas buenas. Al menos tiene sentido institucional. Ha ido al 12 de octubre en Madrid. O se ha reunido con el presidente del TSJC, Jesús María Barrientos, una de las bestias negras del independentismo.

No sólo por los juicios de Artur Mas por el 9-N o de la Mesa del Parlament, sino porque fue también el que, en los momentos álgidos del proceso, ordenó a la Policía Nacional sustituir a los Mossos d’Esquadra en la custodia del edificio. Por lo que pudiera pasar.

Además, en este caso, lo ha hecho en la propia sede judicial. Cuando, por protocolo, el presidente de la Generalitat recibe en Palau. Es una muestra más de normalidad institucional.

El dirigente socialista, en efecto, parece empeñado en recuperar la imagen de las instituciones catalanas que quedó maltrecha con el proceso. No en vano se pusieron al servicio de la causa: el Govern, el Parlament, la función pública, TV3, la escuela catalana, los Mossos.

Hay una ventaja suplementaria: Cataluña ha dejado de ser un parvulario. Cuando viene el Rey, se le recibe. Sólo faltaría.

Aquí, con el proceso, no sólo se quemaban fotos del Rey -como la decana de la Facultad de Económicas, Elisenda Paluzie, y eso que cobra del Estado-, sino que se le boicoteaba o se la declaraba persona non grata.

Quim Torra dijo que no iría a ningún acto que fuera el monarca. Como si a Felipe VI le importara tan sensible ausencia. Una vez anunció que iría a la inauguración de los Juegos del Mediterráneo en Tarragona para cantarle las cuarenta. Se le vio en las fotos en actitud sumisa regalándole un libro.

El Parlament aprobó también una resolución en agosto del 2000 diciendo que Cataluña era «republicana». A mí me recordó, ya me perdonarán la digresión histórica, la Guerra Civil catalana de 1462-1472.

Cuando la Generalitat se levantó contra el Rey, en este caso Juan II. Luego iban como locos buscando otro monarca: Enrique IV de Castilla, Pedro de Portugal, Renato de Anjou. Todos les salieron rana.

O aquella vez que Felipe VI visitó la Seat, la empresa más importante de Cataluña, y el único en representación de la Generalitat fue el mayor Trapero. Creo que la foto de él saludando al Rey en posición de firmes le costó el cargo.

Semanas después se desplazó a la sede la empresa el consejero de Empresa, Roger Torrent, en señal de desagravio. Y los diputados de ERC aprovechaban cualquier pleno en el Parlament para echar flores a la empresa automovilística. Sabían que algo habían hecho mal.

Siempre he dicho que los daños morales del proceso son superiores a los materiales. Incluso los psicológicos. Uno de los peores fue que nuestra clase dirigente perdió el sentido del ridículo. Aquello que, según Josep Tarradellas, no hay que perder nunca en política.

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