La cara oculta de la pandemia

La cara oculta de la pandemia

«En la expresión un ser se presenta a sí mismo»
Emanuel Levinas

Una de las muchas consecuencias que trajo consigo la pandemia, fue el hecho de encerrarnos, de escondernos, de evitar el contacto físico con el otro, de protegernos del otro, ya que ese otro, inconscientemente, podría ser un contagiador en potencia.

Los medios nos bombardearon -y lo siguen haciendo- con muertes, UCI colapsadas, y contagios incontrolables. Se nos vendió una guerra invisible, en la que el enemigo podía ser incluso nuestra pareja, padres o hijos. Nos machacaron hasta el cansancio con la responsabilidad colectiva, la prevención, el distanciamiento social, y como animales de costumbres, terminamos interiorizándolo todo.

Luego, no sólo conformes con arrojarnos al frente de batalla, nos exigen uniformarnos con mascarillas que por ende, vienen a ahondar en el sentimiento de peligro: no solo debíamos alejamos, sino que además, tuvimos que cubrir nuestras caras y con ello, el acto más moral de un ser humano, que es el de exponernos al otro en toda nuestra vulnerabilidad.

La cara transmite empatía, compasión, respeto, dolor, alegría, vergüenza, etc.; nuestra cara siempre está desnuda y expuesta a los otros. La cara es un arma de poder, ya que cuando miro a alguien, mi gesto de agrado o desagrado (aunque sea involuntario) influye sobre la visión que esa persona tiene de sí misma.

Nuestra cara nos impone una distinción moral ante el otro. Cuando miras, reconoces a otro, le das un valor que ése otro siente, incluso sin palabras. ¿Recuerdas esa vez que quisiste decirle la verdad a alguien, y que cuando le miraste a los ojos fuiste incapaz de decírsela por miedo a lastimarle?

Difícilmente se puede engañar a alguien cuando se le mira a los ojos, y por ello, muchas personas al hablar bajan la mirada, para ocultarse y protegerse del otro. ¿O por qué cuando pasas al lado de una persona que vive en la calle, esquivas su mirada? Porque su fragilidad te invade.

Las mascarillas aparecieron para ser el signo no sólo del virus, sino de la inhumanidad que engendra esta degradación. Dejamos de exponernos ante los otros, cubrimos nuestra vulnerabilidad, y eliminamos el valor moral hacia otro, ya que no solo no podemos verle, sino que además debemos alejarnos.

Y ahora, con un 30% de la población vacunada, y un 57% con la primera dosis, se nos libera de la mascarilla en la calle, la misma que nos impusieron a rajatabla hace algo más de un año, aquélla sin la que no podíamos salir, aquella que se volvió otra prenda más de nuestro atuendo.

Después de haber padecido esta guerra psicológica a la que nos acostumbramos, y en la que claramente el virus aún no ha desaparecido y sigue acabando con la vida de cientos de personas al día en varios países ¿y aun así pretenden que nos quitemos la mascarilla alegremente de un día para otro?

Dejarnos la mascarilla es un acto de prudencia, la misma que nos exigieron en medio de la crisis sanitaria,  sin embargo, quitárnosla nos da la opción de sonreír a un desconocido, de querer besar a alguien tan sólo por la forma de su boca, o de mirar y empatizar con aquel que lo necesite, en pocas palabras, de ser más humanos.

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