El capitalismo inclusivo, esa inmoralidad

Creo que ya les he hablado en alguna otra ocasión en esta columna de mi tía abuela Ángeles, que Dios tenga en la gloria. Era una beata de libro. Iba temprano a misa por la mañana y todas las tardes se acercaba a la Iglesia a rezar el rosario. Su favorita era Santa Teresa de Jesús, a la que leía sin descanso. Siempre el mismo libro, que no recuerdo cómo se titulaba. Era buena, cariñosa y caritativa en extremo, pero mentía como un diablo. Me gustaba visitarla con frecuencia sólo para escuchar las historias inverosímiles que bullían de su imaginación portentosa. Pero no era una pecadora. Creía a pies juntillas todo lo que decía. Estaba absolutamente convencida de sus delirios.
El presidente Sánchez, en cambio, es un pecador. Es un mentiroso compulsivo, pero a diferencia de Ángeles, no cree en nada de lo que dice. Sólo piensa que el engaño reiterado es un instrumento para seducir a la opinión pública. El engaño y la subvención. Así ha conformado un Ejecutivo a su imagen y semejanza en la que hasta el ministro más facultado no pronuncia una verdad ni a tiros.
La semana pasada Sánchez se ha pasado por Davos, la ciudad suiza donde se reúne una vez al año la flor y nata de la aristocracia económica, pero donde hace ya tiempo que no aflora una sola idea digna de mención encaminada a mejorar el mundo. Sus promotores llevan años confabulados para destruir el capitalismo, de manera que daría igual que la inauguración y la orquesta estuvieran dirigidas por el Papa Francisco. Han dejado de creer en la libertad y en el individuo, y así dicen las crónicas que no ha habido otro presidente español que se desenvuelva mejor en aquel pequeño pueblo suizo contaminado por el progresismo y la prostitución de alto nivel -que invade las calles nevadas para dar calor a los líderes inmorales del momento- que el señor Sánchez. Aseguran que se mueve como pez en el agua. Allí el presidente afirmó el martes pasado que su Gobierno «ha modernizado la economía española de un modo que no ha sucedido en los últimos veinte o treinta años». Y se quedó tan pancho, como mi tía Ángeles.
Pero la verdad es que nunca en los últimos veinte o treinta años la sociedad española había estado tan cautiva y desarmada ante el poder público. Jamás había estado tan subsidiada y tan empobrecida desde el punto de vista monetario y sobre todo moral, que es lo importante. Vivimos en un país cuyo Gobierno denuesta al empresario, que ha decidido convertirse en el principal generador de empleo castigando al sector privado, que ha subido la presión fiscal hasta extremos inauditos, y que engorda escandalosamente las arcas del Estado a costa de la gente laboriosa y productiva que trabaja para labrarse un futuro que el socialismo se encarga con fruición de empañar.
Acompañaron al líder supremo algunos de los principales ejecutivos del país, que llegan allí para verse en apenas dos días con los que no podrían reunirse en tan corto espacio de tiempo en meses, y para proseguir nutriendo los negocios que luego se encarga de destruir el presidente de su propio país. No estuvieron todos, por fortuna, ni se mostraron tan complacientes como en otras ocasiones. Un amigo periodista que asistió a la feria de las vanidades me dice que confesaron haberse encontrado con Sánchez «porque son educados».
Quizá sea así, pero en mis tiempos la gente educada solía evitar a las personas malvadas y sin principios, sobre todo si días antes te acusan públicamente de que formas parte de oscuros poderes económicos que persiguen no el bienestar de los accionistas y la satisfacción de los clientes, sino poco menos que derribar al Gobierno legítimo. Machacados a impuestos, expuestos por su presidente en la plaza pública para que el pueblo cada vez más mezquino los someta al juicio de la inquisición moderna, allí estuvieron haciendo de tripas corazón. Casi todos. Sólo Galán, el jefe de Iberdrola, evitó la genuflexión. A partir de ahora he colgado una fotografía suya en el salón de casa.
En el Foro de Davos, dirigido por unos ricos desaprensivos que marchan allí anualmente para penitenciar por sus pecados capitales, lavar sus conciencias retorcidas y tratar de ganar la absolución del progresismo universal, se predica el capitalismo inclusivo, supongo que porque se han plegado al socialismo destructivo y a las homilías de Francisco, el fundador de la cultura del descarte que apenas tiene nada que decir de todos los descartados por las políticas ominosas de la mayoría de los países sudamericanos.
Pero el capitalismo inclusivo es una desviación desgraciada del sistema y del modelo que ha dado a la Humanidad la mayor prosperidad de todos los tiempos y que no ha sido otro que, por utilizar los términos del progresismo universal, el capitalismo salvaje. Aquel premia a la gente improductiva, poco determinada o simplemente vaga sobre la base de una protección indiscriminada y perpetua que impide a la gente sana y con potencial de creación de riqueza volar por sí misma. Es una versión inmoral, que transmite el mensaje perturbador de que merece la pena asentarse en la economía informal en lugar de integrarse en la vida productiva ordinaria y pagar los impuestos correspondientes, los menos posibles de acuerdo con la ley. Este el método por el que se está liquidando el ánimo y el peculio de las clases medias, ahogadas por el fisco y obligadas a ver a su alrededor cómo una parte creciente de sus conciudadanos vive relativamente cómoda o resignada gracias a la ayuda permanente y a la asistencia eterna, sin solución de continuidad, instalada en la trampa de la pobreza. Así es como Sánchez está progresivamente minando y desplazando a capas cada vez más numerosas de la población, y destruyendo sin pausa no sólo el potencial de crecimiento del país sino la moral colectiva.
Por eso Sánchez triunfa y está tan a gusto en Davos, el lugar donde con más claridad se percibe el declive de la civilización occidental. Por el contrario, el capitalismo que llamo salvaje abusando de la ironía, es el que promueve las oportunidades para todos, el que premia el sacrificio y el esfuerzo, ese trabajo que se hace animosamente en busca de la debida recompensa, el que no teme el riesgo y la aventura, el que forja personas con el nervio preciso para superar un eventual fracaso porque confía ciegamente en su fuerza y sus posibilidades. El que ama la vida.