La dictadura de los votos

Nacho Cano

Empiezo mi columna solidarizándome con Nacho Cano. Lo que ha vivido es propio de las dictaduras soviéticas que tanto gustan a este Gobierno. Ha sido perseguido, acosado, multado y sometido a un abuso de poder permanente por parte de la policía política del régimen. Y todo, porque lleva apoyando desde hace años a la rival más seria e incontrolable que tiene Sánchez. Y eso no hay déspota que lo soporte ni tirano que lo aguante.

Ya no hay cadenas que paren al dictador. Cuesta abajo, sin frenos que interrumpan lo inevitable, comete cada fechoría como el niño que hace una travesura y no espera más castigo que una reprimenda paterna. Y sigue. Actúa como Putin en Rusia o Maduro en Venezuela: habla de libertad mientras la persigue, presume de democracia mientras la aniquila y por el camino, detiene y saquea a un ritmo que ya quisiera la Stasi en sus tiempos. Lo quiere tener todo atado y bien atado (a jueces, medios de comunicación, funcionarios, colectivos y ciudadanía que se deja comprar) para cuando llegue el momento, decidir si sale del país por todos los delitos cometidos o pone en marcha su última felonía contra la nación: el pucherazo electoral, que ya experimentó en su propio partido.

La política es un vodevil de intereses creados. Todo aquel que se acerca a esa trituradora de carne humana conoce lo que mueve y se mueve tras las cortinas de un entramado tan servil como opaco, tan buenista como inútil. A la política no siempre llegan los mejores, ni los más preparados, sino una panoplia mediocre de palmeros dispuestos a quedarse con las migajas aduladoras que otros, antes que ellos, disfrutaron. La ministra Alegría es un ejemplo perfecto de lo que digo. De la nada iletrada al todo pagado en cinco años, silencio parador mediante. No hay miembro del Gobierno que pueda superar unas mínimas pruebas para ocupar puestos de responsabilidad en una empresa privada o en una organización seria o decente. Su progreso personal y prosperidad económica se circunscriben al ámbito político, donde se les permite medrar, mentir, trincar y repetir poder sin que nadie interrumpa el proceso.

Los contrapresos que en determinadas sociedades eliminan cualquier tentación política autocrática, en España ya no existen. La impunidad con la que Sánchez actúa sin que nadie le frene es tan escandalosa como sorprendente. No es una deriva actual, la que el PSOE y sus aliados han sometido a España, nación que obstaculiza, más allá del concepto, sus propósitos finales. La edad liberal conservadora que se inició con Aznar frenó su continuidad con el 11-M, el mayor atentado terrorista de la historia de España, cuyos artífices representan hoy el mantenimiento en el poder del socialismo sanchista. Y desde entonces, todo ha ido por la senda de dinamitar el Estado de derecho y quienes se encargan de vigilar el buen funcionamiento de las instituciones. Que la sociedad se adormezca con tanta impunidad moral e inmunidad política y jurídica no debe extrañar.

Porque la dictadura de Sánchez es silenciosa, tan cutre como efectiva, tan macarra como imponente. Se basa en los votos, modelo exculpatorio que sirve a los autócratas para limitar o eliminar la democracia liberal y los equilibrios entre poderes. Con los votos justifican leyes, gobernanza a base de decretos, intervenciones en empresas privadas, ausencia de controles parlamentarios e incumplimiento constitucional constante. Siempre acuden al argumento-excusa: tienen mayoría de representantes en el Congreso, es decir, votos. Así es como se imponen las dictaduras ahora. Y cuando no los obtienen por vía legal, lo harán de aquella otra forma que tan bien conoce Zapatero. Tan preocupado que estamos por las botas de antaño que participaron en la guerra civil y seguimos sin darnos cuenta de que son los votos -sobre todo los malos votos- los que justifican hoy la llegada, permanencia y resistencia de los dictadores modernos.

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