El autócrata Pumpido y el diletante Page otra vez

Pumpido Page

Algo se mueve en el Tribunal Constitucional. Se visualiza por debajo de la mesa de los magistrados donde se esconden juristas ocultándose de un presidente que viaja por el recinto peculiar de Domenico Scarlatti sin ánimo de encontrarse con nadie que no sea de su partida. «Un autócrata este Pumpido», me dicen desde dentro. Una calificación que, si fuera más valiente, se convertiría directamente en ésta otra: sátrapa.

«Para él -Pumpido, me denuncian- nada de lo que está haciendo su socio Sánchez está mal». Y añaden: «No ha perdido una sola votación desde que se ha sentado en su poltrona». A sus próximos, cada día más cercanos al talibanismo sectario, les confiesa (eso es lo que le transmiten al cronista) que le están levantando la tierra debajo de los pies, que le están horadando un prestigio profesional que le ha costando ganar decenios de su vida. Nadie se atreve a replicarle: «Mira, Cándido, cada uno recoge lo que siembra».

Desde el Tribunal denuncian que su enjundia constitucional se está quedando en las raspas: «Ya nos hemos convertido -me dicen- en una carcasa inservible». Y dicen más: «Lo que está ocurriendo es que ya nadie se fía de lo que sale de aquí, por eso los partidos, las asociaciones, hasta los particulares, cada día están más decididos a buscarse otro árbitro, el europeo, éste ya no les vale, no es independiente, no es neutral, trabaja a favor de la obra que le fabrica Sánchez».

La verdad es que las denuncias deberían servir para forzar la dimisión de este hombre, pero este hombre que llega a casa y se encuentra una pareja aun más radicalizada y sectaria que él mismo, no tiene naturalmente intención alguna de tirar la toalla. Los juristas le acusan de perpetrarse férreamente tras el grupo sanchista, donde no existe la menor fisura. Hace unas fechas estos letrados de los que hablamos se escandalizaron constatando cómo la magistrada Segoviano, procedente directamente del Supremo, le ponía los cuernos a «su» Tribunal, dejándole con una «sentencia horrorosa» (calificación literal) en paños menores. No se tiene noticia de que el Constitucional, abordando como los piratas jurisdiccionales el ejercicio de la casación, haya destrozado nunca antes los argumentos del Supremo. «Eso -añaden- nunca se ha visto, pero ni siquiera ha sido una orden directa de Pumpido, no hace falta que se mojen sus súbditos, le obedecen sin necesidad de un mandato obligatorio». Y abundan a más: «Es un régimen de autocracia; Pumpido está por encima, no se mezcla, no ha hecho el menor acercamiento hacia nadie que no sea de los suyos».

Pumpido es el último general que le gana las batallas a Sánchez, y Emiliano García-Page, que otra vez ha sacado las patas del saco socialista, es, mientras él mismo no demuestre lo contrario, un tipo de ida y vuelta que, cuando se enciende larga una soflama en la que puede incluir una descalificación tan brutal como la más reciente: «El PSOE se ha situado en el extrarradio constitucional». Perfecto, descriptivo, casi terminal… Siempre y cuando que, de una vez por todas, Page no siga jugando a la diletancia y continúe amarrado a un partido que, en su opinión, ha abjurado de su filiación constitucional. No le vale a Page la contestación berrenda de un sujeto como el Yeti Puente, que tiene la misma virtuosidad verbal que un chimpancé. Page no tiene por qué enfrentarse, tiene que obrar en consecuencia y dejar un carné que protege a los terroristas. Lo ha dicho él así de claro.

Cuando a Sánchez le salten a la carótida tres o cuatro Pages y le reten en el campo abierto de una organización ahora oscura, el aún presidente del Gobierno comprenderá que puede estar perdiendo la posición. Pero la heroicidad espontánea de Page no vale para nada; es otra pirueta diletante que sólo se la toma en serio un ser tan deleznable como el Yeti Puente. Si Page quiere ser creíble, que dimita. Eso es lo digno.

Realmente mueve a pena o risa el comportamiento de los monagos de Sánchez. Les puede éste someter a la barbarie política más abyecta que ellos sólo reaccionarán con un «Sí, señor, mi señor». Los hay como López, que ha perdido la vergüenza que dicen que poseía cuando trabajaba como maletero de Nicolás Redondo Terreros, o como el citado Puente, cuyas frases son sólo una arcada biliosa permanente, o como los pobres diputados que, tras cada cambio de posición del líder, cada humillación de los independentistas, se levantan como un sólo hombre (o mujer, ¡por Dios, por Dios!) para ovacionar al jefe. Pertenecen a la misma ralea que los abducidos de Granada que se pegaban al redentor mientras éste les drogaba con alucinógenos.

Ahora existe verdadero interés en el Parlamento por ver cómo va a quedar el día 30 la redacción definitiva del bodrio inmoral que se llama amnistía a los delincuentes, la misma expectación que también se percibe -se lo dicen al cronista los juristas citados- en el Constitucional por comprobar cómo va a articular el prestidigitador Pumpido la sentencia que le lleve a declarar conforme a la Norma la Ley que le envíen Sánchez y sus pobres afiliados. Como conclusión, los letrados que han ocupado esta crónica me señalan: «Ni siquiera un manipulador como Pumpido, ni un jurista de tan larga tradición como él, va a poder acrisolar la bondad de una ley que, esperemos, llene también de vergüenza a Europa entera». Page, en la encrucijada: ¿le expulsarán del partido? ¿Se marchará él? Apuesten a que no. Y Pumpido, ¿tendrá alguna vez la decencia de abandonar la sumisión a un psicópata (lo dicen los especialistas) que está destruyendo España? Apuesten a que tampoco.

Y posdata.- ¿Qué clase de ingenuos creía que estos bárbaros liberticidas no iban a comportarse como su ídolo Lenin o como sus conmilitones americanos, el chófer Maduro o el maqui sanguinario Daniel Ortega? El brutal aviso a este periódico es sólo el embrión de lo que Sánchez perpetra contra la libertad expresión. Pero, ¿quién se ha creído este sátrapa que es? ¿Quién es él para cerrar el Parlamento a los periodistas? Se lo digo: el sucesor más directo del criminal Francisco Largo Caballero, el autor del golpe de Estado de 1934.

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