Aquellas fotos por las que acabé procesado y en el Supremo
El pasado miércoles se cumplieron ya ¡49 años! de la muerte de Franco tras una larga agonía que quedó documentada en una imagen tan excepcional como terrible, dramática: enganchado como una cobaya humana a un respirador, un electroencefalograma, una máquina de hemodiálisis, tubos de transfusión de sangre, electrodos, una sonda balón esófago-gástrico, otra intraabdominal… Esa imagen fue una bomba que unos años después yo me atreví a publicar, el 29 de octubre de 1984, aunque estallara haciéndome mil pedazos. ¡Claro que estalló! ¡Y de qué manera!
¿Como habían llegado a mí estas fotografías y quién fue el autor? Una curiosa historia que, por su interés y coincidiendo con el aniversario de la muerte de Franco, merece ser comentada.
Un día de octubre de 1984 yo recibía en mi despacho de La Revista, publicación del grupo Z que yo dirigía, una extraña y sorprendente llamada telefónica. Mi interlocutor, un personaje importante del franquismo que a lo largo de 30 años aparecía siempre junto a Franco, a quien sirvió como un perro fiel hasta el día de su muerte, el 20 de noviembre de 1975. La llamada estaba motivada por el deseo de que nos entrevistáramos para hacerme partícipe de una información «muy confidencial» sobre el Generalísimo que podía interesarme. La cita quedó fijada para el 21 de octubre en el bar de un lujoso hotel de Alicante. Con dos condiciones: jurar que nunca revelaría su nombre ni el motivo de nuestro encuentro.
Mi inquietante encuentro
Y allí, en la penumbra del bar, desierto a esa hora, él estaba de espaldas a la entrada para no ser reconocido. En el ojal de la solapa de su chaqueta, el escudo de la Casa de Franco: castillos, leones, laureles y laureadas. Y hablábamos y hablábamos. Sin atrevernos él a exponer el tema que nos había reunido y yo a preguntarle qué me quería vender, adornándome de elogios, discreción, respeto, caballerosidad y demás atributos. El hombre era un tipo listo que me estaba poniendo nervioso. Pero, ¿cuándo va a abordar el tema? ¿Por qué está dándole tantas vueltas? Para desbloquear de una puñetera vez la situación, me atreví a sugerirle:
–¿Por qué no se anima y escribe algo sobre Su Excelencia coincidiendo con su aniversario para el 20 de noviembre?
–Tengo algo mejor para que usted puede vender millones de ejemplares. –me respondió–.
¡Por fin iba a parir la burra! Con mucho teatro sacó del bolsillo derecho de su chaqueta gris oscuro –todo él era gris– un sobre que colocó sobre la mesa ante la que estábamos. Con pasmosa lentitud introdujo los dedos pulgar y corazón para sacar ¿una?, ¿dos?, ¿tres?… hasta cinco fotografías de 13 por 18. Como la luz era escasa, levanté las fotos hasta la pantalla para contemplarlas mejor. Lo que vi me dejó los ojos espantados. Allí estaba Franco y lo que se sospechaba se había hecho con él a lo largo de los quince días que permaneció en la habitación de la primera planta del hospital de La Paz, negándole el derecho a morir tranquilamente. Las fotos que tenía en mis manos eran un terrible ejemplo de lo que se puede hacer con un hombre conservándole, gracias a la tecnología, hasta el último espasmo vegetativo, convertido en la terminal de una computadora, de una pieza de un complejo mecanismo instrumentalizado hasta la barbarie.
«Se preguntará por qué he recurrido a usted…», me dijo. Y tras soltarme otra vez toda la retahíla de cualidades que según él me adornaba, confesó lo que pretendía de mí: «Como usted puede ver, Su Excelencia murió como un perro al que le hicieron toda clase de perrerías. Y yo quiero que se sepa. Y eso me dije. Si algún día me decido a publicarlas, sólo hay un periodista en el que confiar. Y ese es Jaime Peñafiel. Por eso estamos usted y yo aquí. Si llegamos a un acuerdo. También sé que puedo confiar y que nunca revelará el nombre de quien le ha facilitado las fotografías. Podría tener grandes disgustos y hasta peligrar mi vida».
Mientras yo contemplaba las imágenes, él guardaba silencio, aunque advertía que quería preguntarme algo pero no se atrevía.
–Amigo Peñafiel, ¿por estas fotografías se pagarían muchos millones? Lo menos cincuenta… –me lo preguntó así, sin mirarme a los ojos–.
–¡Qué va! El mercado está caro, pero no tanto. Cincuenta son muchos millones. –Respondí–.
Desde el primer momento que vi las fotografías supe que se trataba de una bomba que cuando explotara tendría efectos difícilmente controlables.
Fue el marqués
Hasta entonces y por el efecto emocional que la contemplación de las fotos me produjo, había olvidado preguntarle algo tan natural como de quién era el copyright, quién era el autor, aunque cuando las contemplé pensé: «¡Qué cabrón!». Me imaginé al ilustre colaborador de Franco que tenía frente a mí, tan serio, tan circunspecto, entrando de noche en aquella habitación de La Paz, con una instamatic en el bolsillo.¡Click!, ¡Click!,¡Click! De frente, de perfil, primer plano, pleno medio… Pensando en esta escena, me pareció estar frente a un canalla, un cobarde.
–¿Cómo se atrevió a hacer estas fotografías? ¿No pensó que podían sorprenderle con tanto control y vigilancia como había? –Le inquirí–.
–¡Pero si yo no fui el autor! ¡Pero si yo no las hice! Las fotos las hizo el marqués…
–¿El marqués de Villaverde? ¡No me joda! ¡No me lo puedo creer! Pero yo había creído…
–Perdóneme usted que yo no se lo hubiera dicho.
–Esto cambia las cosas. Yo no las puedo publicar. Este tío me empapela… Pero, ¿cómo las tiene usted si son del marqués? –Le pregunté–.
–No, éstas no son del marqués. Estas copias son mías. Alguien que las tenía me hizo este regalo sabiendo el cariño que yo le profesaba a Su Excelencia.
–¿Usted piensa que el marqués hizo estas fotos para venderlas? –Volví sobre el origen–.
–Pienso que sí. No son de campos operatorios sino con toda la parafernalia que rodeaba su agonía y muerte.
–Pero si las publico va a armarse la de Dios es Cristo. El marqués es muy chulo.
–¿A usted puede obligarle a confesar el nombre de quién le ha facilitado las fotos? –Me dijo–.
–¡Nunca! Siempre podré acogerme al secreto profesional. Esté tranquilo. Nunca le delataré.
Casi le dio un infarto
A los dos días, y estando ya las fotografías editándose, irrumpió en mi despacho una airada señora que se identificó como «la hija del colaborador de Franco», que me insultó gruesamente («¡Usted es un cabrón!») por –según ella– haber engañado a su padre y haberle convencido para que le vendiera las fotografías de la agonía de Franco.
«Mi padre –me relató– llevaba dos noches sin dormir, suspirando y llorando. Mi madre le preguntó qué le pasaba, pero no contestaba. Sólo llorar… Es que tengo una opresión en el pecho que no me deja respirar, nos dijo. Pensamos que podía ser un infarto y quisimos llamar al médico, pero se negó. Hasta que no pudo más y nos confesó lo ocurrido, mostrándonos el cheque que usted le había entregado, mientras nos decía: He traicionado la memoria de Franco. He vendido sus fotografías». Mi interlocutora continuó su exposición: «Por poco nos morimos del disgusto. ¿Cómo pudo usted ser tan canalla para convencerle de que hiciera tal cosa? Esto no puede quedar así. Aquí está el cheque [que era de ¡¡¡diez millones de pesetas!!! de la época] y usted me devuelve las fotografías. ¡Ahora mismo! No me voy sin ellas».
Intenté tranquilizarla contando la verdadera historia. La señora se fue relajando ante la evidencia de los hechos y comenzó a verlo más claro, a no verlo tan mal. Mientras, el cheque permanecía sobre mi mesa, donde lo había arrojado cuando llegó. A su vista. Cuando se sintió aliviada, se levantó, me tendió la mano y en el momento que se disponía a abandonar el despacho, se detuvo, se volvió y, tímidamente, me preguntó: «¿Me puedo llevar el cheque?».
Felipe González se indignó
Llevaba razón mi interlocutor cuando para venderme las fotografías me dijo que, si las publicaba, todo el mundo hablaría de ellas. Desde que las vi supe que se trataba de una bomba de efectos difícilmente controlables. Aunque se vendieron más de un millón de ejemplares en pocos días, las críticas también fueron cuantiosas. El tema era de esos que herían la sensibilidad de los lectores. Hasta el propio presidente del Gobierno socialista, Felipe González, me telefoneó desde su despacho de la Presidencia disgustado, indignado diría yo, por la publicación de esas fotografías. «¿Tú las hubieras publicado de ser tu padre?» –me preguntó–. «Presidente, mi padre no fue nunca jefe del Estado»–le respondí–.
Dos días después de la publicación y estando cenando con Carmen, mi mujer, en el restaurante Lucio, un comensal se levantó de su mesa para gritarme. «¡Señor Peñafiel, es usted un hijo de la gran puta!». Y Zeta me puso vigilancia para protegerme de posibles agresiones porque Fuerza Nueva me amenazó de muerte. Pero lo más grave fue cuando las palabras del doctor Hidalgo Huertas, el cirujano que había intervenido a Franco nada menos que en tres veces seguidas (lunes 3 , viernes 7 y viernes 14, todas en el mes de noviembre) y al que acudí en busca de su opinión profesional. Lo primero que dijo cuando vio las fotos: «Pero, ¿quién fue el canalla que hizo estas fotos? Ni se debían haber haber hecho ni se deben publicar. Van a hacer mucho daño. Y el mayor, a usted. No se lo van a perdonar. Empezando por la familia de Franco».
Y así sucedió. Lógicamente, el marqués de Villaverde reconoció, con su chulesco estilo, no sólo ser el autor sino que se querelló contra mí, acusándome de haberle robado las fotos del cajón de su despacho. Me procesaron vía penal. Y después de varios meses de recursos contra la petición de cinco años de cárcel y cien millones de pesetas, acabé en el Tribunal Supremo. Pero esa es otra historia. Y todo esto porque el marqués de Villaverde quería saber quién me había vendido su fotografía.
Chsss…
La revista de mis amores y mis dolores parece haber perdido el norte informativo cuando, como en esta semana, dedica a la boda de una cantante la portada, 22 páginas y 73 fotos. Ni que se tratara de una boda real.
¿Quién es el famosísimo actor criticado por negarse a trabajar en películas dirigidas por mujeres?
Elon Musk, el hombre más rico del mundo y directo colaborador del nuevo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha designado a su perro Floki como CEO de una de sus compañías.
Según la compañera María Eugenia Yagüe, el Rey Juan Carlos ha donado cinco «de sus mejores trajes» al Rastrillo que acaba de inaugurarse en la galería de Cristal del Ayuntamiento madrileño: uno azul marino, dos negros, uno con raya diplomática y también uno beige y otro claro.
Mejor hubiera sido donar dinero para los afectados por la DANA valenciana. Como ha hecho su todavía esposa.
Nunca entenderé que para un viaje, el «puto amo» utilice nada menos que tres aviones: un Airbus 310, un Falcon 900 y un helicóptero Super Puma.
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Lo que jode de ella es el gesto de soberbia que ofrece, estando como está «incapacitada» para el puesto.
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