Alsasua: hasta que la muerte los separe
Se habla estos días, a raíz de lo acontecido en Alsasua, del controvertido concepto de terrorismo, de si una indecente “pelea de bar” fue para tanto, acostumbrados a las discusiones macarras como estamos. Sin ir más lejos, en Sevilla se atizaron el otro día en plena feria en la caseta de los comisionistas, que es como hay que llamar a los sindicatos subvencionados, trincones de comisiones estatales, vulgo dádivas que pagamos todos. Pero volvamos a Alsasua. La política en España perdió su decencia cuando decidimos convertir a Otegi en portavoz mediático de la inmundicia. El Estado de Derecho claudicó en el momento en que un terrorista es alzado entre vítores y trompetas en la más absoluta impunidad. No hay mayor insulto a una víctima del terror que ver a los followers del asesino, matones profesionales, sonreírte en la cara, mientras procesionan su odio por las calles sin la menor vergüenza. Fue en ese momento en que, al modo hobbessiano, muchos dejamos de creer en las personas. Sobre todo, cuando éstas actúan igual que un ñu enfurecido. Sin razón, ya no nos queda más que apelar a la justicia, concepto que un terrorista, perdón, presunto, nunca podrá comprender.
Alsasua es el triunfo definitivo del terror frente al orden, la banalización del odio y el mal sin humanidad ni compasión. Es la superioridad del ‘canis lupus’ frente al ‘zoon politikon’. Asesinos que escupen a asesinados. Y hombres libres que lo aplauden, espejo de una sociedad enferma. Somos el único país de Europa donde apalizar a quien tiene la obligación de protegernos es ensalzado por diputados como Rufián, que dos siglos antes hubiera sido guillotinado, no por rebelde sino por bufón, por equiparar a España con Turquía en un ardid de mala fe tribunera, cotidiana costumbre en tan populachero actor de comedia.
El terrorismo moral no es peor que el físico, pero se sufre más. Porque huele el miedo del que se alimenta el odiador para perpetrar sus amenazas. ETA asesinó a 849 personas en su historia totalitaria y matona. Sus hijos, sus delfines, sus seguidores, esos matones abertzales refugiados en la cobardía de la manada, pretenden resucitarla en sus hediondas tabernas, donde escupen a diario contra España entre chacolís y pinchos.
Si la política es diálogo, convivencia, consenso y respeto. Si la política es escucha, cercanía, confianza y fiabilidad. Si la política son formas, maneras, miradas y comportamientos, el nacionalismo es la antipolítica. No fueron sólo unos cuantos macarras, admiradores del tiro en la nuca, los causantes de la paliza a una pareja de la Guardia Civil. A esa responsabilidad contribuyeron parte de una sociedad movilizada, previa anestesia mediática, un gobierno foral que se pone de parte del agresor y numerosas y diferentes voces públicas, incapaces de trazar las fronteras de la ignominia y el desafuero. Hemos convertido a los malos en héroes, mientras, desde este lado, los buenos siguen empeñados en no hacer nada. Hasta que la muerte los separe.