Almuerzo con vistas

Almuerzo con vistas, Clara Zamora.
Clara Zamora.

Podría empezar pidiéndole a Dios que me librase del feo pecado de la pedantería; pero, a estas alturas, creo que sería un despropósito. Soy un amago de escritora súper pedante, qué le vamos a hacer. Al menos, soy honesta conmigo misma y con ustedes, que ahí siguen, por algo será. Espero hoy tampoco decepcionarles (véase la jactancia). Les voy a contar un almuerzo, con un figurón artificioso, con más oropel que sangre, con una amarga sonrisa de desengaño, que embroma con mucha sandunga a sus conocidos, jactándose de un dominio absoluto del arte de conversar.

Enfrente de nuestra mesa, se extendía un bello jardín con arriates simétricos, paseos enarenados y macizos de rosales y hortensias. Parecía un cuadro de naturaleza eterna, que, tras una lluvia apretada y breve, resplandecía de manera especial, en esta recién estrenada primavera. Desde el principio, el intrigante individuo mostró esa vena aguda y satírica tan madrileña y manola, tan de los Borbones (no tanto de los que vienen también de Grecia). Presumió de sus imponentes propiedades, que si tal casa era de estilo híbrido, entre Luis XIV y Segundo Imperio, que si se accedía a ella por una monumental escalera, que si el célebre panfletista Henry de Rochefort había escrito sobre aquella otra, que si con el andar de los tiempos todavía eran más preciosas, etcétera.

Continuó con el dramón de que tantas aristócratas de principios de siglo habían fallecido por el vinagre. «Lo ingerían en ayunas para estar pálidas. Luego, exhalaban largos suspiros nostálgicos y se creían las más desgraciadas de las estupendas mujeres del mundo. Era un juego maléfico, porque a muchas les costó la vida». Siguió enumerando a popularísimos personajes históricos, que no voy a perpetuar aquí porque no quiero problemas añadidos a los que yo misma invento con mi ardiente capacidad imaginativa. Una luz clara, nítida y suave, que avisaba del comienzo de la tarde, sin estridencias, iluminaba el rostro del protagonista de este escrito.

Entre nosotros, había una bondadosa y dulce, aunque no bella, malograda princesa europea. Para cambiar el registro, nos enterneció contándonos que, en su linaje, abundan los enfermos mentales: excéntricos, neurasténicos, dementes, desequilibrados; gente obsesionada con demostrar que sus privilegios heredados por cuna tienen una similitud de singularidad mental, algo así como la representación constante de tener un papel protagonista y creérselo aún fuera del escenario.

En ese momento preciso, la expresión de serena autoridad del anfitrión, de raza antigua y noble, que le hacía derrochar esencias de historia, como de haber conocido todas las pompas terrenas, cambió a un registro más serio. Protestó del desgraciado episodio que atraviesa el país. Insistió en que los reyes no tienen vida privada, afirmando que esto es un nuevo invento por las circunstancias regias actuales, que la etiqueta no debe perderse nunca, y que cada movimiento de la Casa Real debía estar medido al milímetro, sin descanso. Recordó con rotundidad las terribles palabras: «la etiqueta no lo permite».

Apareció por sorpresa su nieto, un niño feúcho y cabezón, sin ninguna gracia visible ni apreciable. «Abuelo, ¡míralo! ¡míralo!», decía mientras mostraba un muñeco con la cara de Trump. Visiblemente avergonzado, el abuelo se refugio mirando al cielo de esmalte, entre estrellas y soles cautivos. Alba, Medinaceli, Fernán-Núñez, embajadores de naciones poderosas, restos de tronos sólidos e indestructibles, todos estaban allí mirándole. Un almuerzo que era la imagen misma de la sociedad vacilante, laxa e ineficaz, sin galanteos ni
saraos; un almuerzo que daba cuenta de la cabal gravedad que nos amenaza tras la careta risueña y frívola del día a día.

Hasta el camarero era accionista de algún negocio y se interesaba en Bolsa. Añoranzas de tiempos mejores bajo el tapete, ínfulas de carrozas perdidas, intentos de manutención del rango a través del alcohol, se deslizaban en la evidente y progresiva pérdida de la bravura de raza. Ni los rosales ni el resto de blondas bellezas sirvieron para desmentir la realidad amarga. La decadente España agonizaba entre espasmos de placer y drogas heroicas.

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