Ucrania: dos años sin Yanukovich, en el limbo de la nueva política de bloques
El 22 de febrero de 2014, el presidente de Ucrania, Victor Yanukovich huía de Mariyinski, el palacio presidencial. Muertos, barricadas y francotiradores en la plaza central de Kiev, dos bloques tirando cada uno por su lado. Occidente, del europeísmo incipiente ucraniano; Rusia, de la tradición eslava y los resabios soviéticos. Ucrania, partida por la mitad entre rusófonos y ucraniófonos, entre rusófilos y europeístas, parecía haber optado. Pero dos años después, nada está claro en Kiev, teatro de la obra de otros.
Este lunes, Barack Obama y Vladimir Putin han mantenido una conversación telefónica. En ella, han tratado lo urgente, Siria, y lo importante, Ucrania. Era el acuerdo firmado por sus jefes diplomáticos, Sergei Lavrov y John Kerry hace 10 días en Múnich, lo que impulsaba el telefonazo. Este lunes, en Nueva York, los representantes de ambos países, que copresiden el grupo de contacto para Siria, habían anunciado que el sábado dará comienzo un alto el fuego en Siria… Y los jefes tenían que hablar.
El regreso de Vladimir Putin al Kremlin, en 2012, marcó el definitivo retorno de la política de bloques. Presiones en las inversiones para la construcción de gasoductos, viraje hacia China en los acuerdos de suministro de hidrocarburos, rearme bélico, en armas, y belicista, en el discurso… y una premisa clara: la recuperación de la influencia rusa, perdida desde la claudicación de la Unión Soviética, han inspirado desde entonces su proceder.
Y la primera gran prueba fue la revolución del Euromaidan. O, para ser más exactos, los años que la precedieron.
Un par de meses antes de que el ex agente del KGB revertiera el enroque por el que fue primer ministro mientras su títere Medvedev ocupaba la presidencia (2008-2012), el presidente ucraniano, Victor Yanukovich había firmado, el 30 de marzo de 2012, un preacuerdo de asociación con la Unión Europea. El gobernante pretendía hacer equilibrios entre su aliado natural, la madre Rusia, y las demandas de gran parte de la población, más proclive a modernizar el país al modo de las democracias europeas.
Putin dijo no
La labor de zapa fue instantánea, y en el transcurso del segundo semestre de 2012 y los primeros meses de 2013, Moscú logró el viraje de Kiev. Así, pese haber puesto en marcha todas las leyes exigidas por Bruselas para la homologación de Ucrania en libertades (sociales y de mercado) a los países de la UE, Yanukovich paró todo el proceso vía decreto a principios de noviembre de 2013. Adujo una crisis industrial del país. No era del todo falso: Rusia había cortado el grifo financiero y el del gas. El invierno se presentaba imposible para los habitantes de Ucrania sin calefacción… y sin ingresos, porque su Gobierno no podía financiar ni el combustible ni su deuda.
Putin ganaba la primera batalla. Faltaba la ‘guerra’ abierta.
Y llegó a los pocos días. A finales de noviembre, los días 28 y 29, una cumbre Europa-Ucrania, con todo el boato de las grandes ocasiones, se convocó en Vilnus (Lituania) para firmar el acuerdo solemne entre la UE y Ucrania. Todos los jefes de Gobierno asistieron, Yanukovich les estrechó la mano… y no firmó.
En pocos días, las calles de Kiev se fueron llenando de manifestantes exigiendo el cumplimiento del compromiso europeísta. No abandonaban la plaza de la Independencia, y el 8 de diciembre derribaron la estatua de Lenin al grito de «¡Yanukovich será el siguiente!».
La represión fue inmediata, las policías y las unidades paramilitares Titushki cargaron con material antidisturbios, gases lacrimógenos y fuego real a una masa enfurecida que pasó las navidades ortodoxas en la calle, montando barricadas en la plaza Maidan y parapetándose bajo construcciones endebles; organizándose en unidades de resistencia con servicios sanitarios y de intendencia. Era una revolución ya en toda regla. Y poco tardó en estallar.
Tras resoluciones parlamentarias que pedían penas contra los manifestantes, el 22 de enero los enfrentamientos causaron cinco muertos, en dos días el primer ministro, Mykola Azárov, ofreció su cargo al presidente y la represión se recrudeció al punto de que el 19 de febrero hubo 26 fallecidos entre manifestantes y policías.
La tregua del día siguiente firmada entre oposición y Gobierno sólo sirvió para la salida del poder de Yanukovich, que el 22 de febrero de 2014 se madrugó en Rusia, huido con su fortuna y su familia, asilado por Putin y proscrito para el mundo. Triunfaba la revolución y los europeístas cogían las riendas de Ucrania, esperanzados con que Occidente cumpliera sus promesas.
La reacción rusa
Lo siguiente ya es historia. Rusia invadió Crimea sin admitir que «esos hombres de verde» eran soldados suyos, que habían salido de la base militar rusa en la península. En pocos meses se convocó un nuevo parlamento y un referéndum de pantomima que acabó con la anexión rusa de la región. Occidente reaccionó dubitativo con sanciones comerciales y políticas, correspondidas por Rusia con contrasanciones.
Y en otoño, las regiones rusófonas del este ucraniano se levantaron en armas contra el Gobierno de Kiev salido de la revolución del Euromaidán. Tropas rusas y material bélico enviado por Moscú participaron en la rebeldía de Donetsk y Lugansk, que llevan más de 18 meses con avances, retrocesos, treguas y violaciones del alto el fuego por ambas partes.
Ucrania, desde entonces, ha elegido nuevo presidente, en la persona del oligarca Petro Poroshenko, y se ha visto abandonada por Occidente, que juega al equilibrio con Moscú, tratando de no soliviantarlo más.
Política de bloques
Entretanto, estabilizada la posición imposible en Ucrania en un equilibrio tenso, Putin ha desviado la atención hacia el escenario sirio, donde sus Fuerzas Aéreas intervienen en apoyo del régimen de Bashar al Assad desde el 30 de septiembre de 2015.
La excusa es acabar con un conflicto que ha desplazado de sus hogares a más de la mitad de la población siria y ha costado la vida a más de 250.000 personas. La realidad es que Siria es la única salida al Mediterráneo de Rusia. Y Assad, el aliado fiel de Moscú. Oficialmente, Rusia ataca a los terroristas del país. Pero el caso es que «terrorista» para Putin suele ser todo aquél que no comulga con sus postulados allá donde él tenga un interés. Y eso incluye a todos los grupos opositores en Siria.
El discurso es claro. Rusia defiende la legalidad vigente, al presidente legítimo. Los demás (EEUU, Turquía…) intervienen en ese país por intereses espurios. Lavrov lo ha repetido en cada intervención hasta la de hace 10 días en Múnich, en que se limitó a sugerirlo. Putin insiste en ello y advierte de «una nueva Guerra Fría». Y sus medios de comunicación internos y exteriores defienden la tesis sin descanso.
Ahora se ha llegado a un acuerdo entre los dos bloques, Occidente y el Este, en los mismo términos en que se fraguaban las cosas en los años del Telón de Acero. Vladimir Putin ha logrado su objetivo, es un actor al mismo nivel, o equiparable, que Estados Unidos en el mundo. Al menos, tiene fuerza para torcer los acontecimientos a su gusto. Fuerza militar y propagandística. Política de bloques.