Reagan, 40 años de una victoria irrepetible: ganó en 49 de los 50 estados de EEUU
Se embolsó 525 de los 538 votos del Colegio Electoral, algo que antes nadie había conseguido, ni tampoco después
Hace cuarenta años, en el otoño de 1984, dos hombres están en la cima el mundo. Uno llena estadios noche tras noche. Ha desbancado a Michael Jackson con un berrido que resuena en cada rincón del planeta. «I was born in the USA», grita repetidamente con la garganta en sangre viva. El otro busca su reelección como líder del mundo libre. Como todo político en campaña, intenta subirse a la ola y surfear sobre el éxito de un himno que interpreta como el grito de orgullo de sentirse americano. «Bruce Springsteen y yo compartimos el mismo sueño americano», afirma el republicano Ronald Reagan en uno de sus mítines. El rockero de New Jersey le contesta al día siguiente desde el escenario con una interpretación enfurecida de Johnny 99, uno de los temas más crudos del álbum Nebraska, esa colección en blanco y negro sobre la América doliente que muchos identificaron con los estragos de las políticas del reaganismo.
La anécdota es una más en esa costumbre de los artistas de creerse depositarios de la moralidad pública correcta e intachable y en esa manía de los políticos de intentar identificarse con el éxito popular. La realidad es que mientras Springsteen se hartó de vender millones de discos entre sus compatriotas con sus historias cotidianas sobre la clase trabajadora, Reagan se llevó los votos de todos ellos.
Porque literalmente así fue. La victoria de Ronald Reagan fue arrolladora. Con el 58,7% de los votos, ganó en 49 de los 50 estados que forman la Unión. Sólo perdió en Minnesota, donde había nacido su rival, Walter Mondale. Sumó el mayor número de votos del Colegio Electoral de la era moderna: 525. Nadie ha repetido desde entonces un triunfo igual. Ni siquiera Barak Obama en su santo advenimiento para liberarnos de Bush hijo. El primer presidente de color ganó con el 52,9% de los votos y cayó frente a McCain en 22 estados. Fue reelegido con peores registros aún: el 51% del voto popular y derrotado en 24 estados.
En cambio, Reagan logró su espectacular triunfo jugándose la reelección. Es decir, con los americanos sabiendo a quién y qué votaban. No era la reacción al cansancio por años de gobiernos demócratas. Al contrario, fue una reválida que superó la nota de su llegada, cuando, entonces sí, el ex gobernador de California, caricaturizado por la izquierda como actorucho de westerns de serie B, se aupó sobre un Carter decadente que había sumido a EEUU en una depresión colectiva. Reagan llegó a la Casa Blanca con el 50,7% de los sufragios y derrotado sólo en cuatro estados. Cuatro años después, sus compatriotas le reeligieron concediéndole mayor respaldo aún, hasta niveles que no han alcanzado ninguno de los presidentes desde entonces.
El reaganismo
¿Cómo fue esto posible? En su discurso inaugural del primer mandato, dos semanas antes de cumplir 70 años, entonces el presidente con más edad en el momento de asumir el cargo, proclamó: «El gobierno puede y debe fomentar oportunidades, no ahogarlas; promover la productividad, no estrangularla». Y concluyó: «El Estado no es la solución a nuestros problemas». Ronald Reagan hablaba claro, sin complejos, ante la falsa superioridad moral de la izquierda. Y no venía dispuesto a asumir el consenso socialdemócrata en la economía ni a contemporizar con el «imperio del mal» en el exterior. Llegaba para combatirlos. Con su estilo amable, alegre y optimista, y esa arma secreta del político sencillo, el humor, Reagan ganó las tres guerras que planteó: al comunismo, a la voracidad fiscal y a la corrección política.
Era un líder. Esto es, alguien que no sigue la ola dominante, sino que trabaja por cambiar la opinión de la gente sobre la realidad y sobre cómo deben acometerse los problemas. Demostró que se podían bajar los impuestos y aumentar los ingresos a la vez, que se podía combatir el comunismo soviético hasta hacerlo desaparecer sin necesidad de provocar un apocalipsis nuclear y que los trabajadores de la industria a los que Springsteen cantaba y que históricamente habían votado demócrata, primero a Roosevelt, después a Truman y ya con menos entusiasmo a Kennedy, podían confiar ahora en Reagan para prosperar en la vida.
Y todo eso lo hizo levantando la bandera de la libertad, en manos de los demócratas desde que la identificaron con los derechos civiles y las políticas de discriminación positiva como garantía de la igualdad de oportunidades. Como advirtió el historiador marxista Eric Foner, «la libertad se convirtió en santo y seña de la revolución de Reagan, quien, en sus apariciones en público y en sus documentos de Estado, empleó el término con mayor frecuencia que ningún otro presidente hasta entonces». Ronald Reagan creía que la libertad estaba amenazada, en el interior, por el Estado que todo lo quiere controlar («La primera obligación del Gobierno es proteger a la gente, no dirigir sus vidas»); y, en el exterior, por el comunismo que condenaba a medio mundo a vivir subyugado bajo su bota.
Reagan tomó posesión en enero de 1981. La confianza que tenía en sí mismo y en su país, y su capacidad para transmitirlo con palabras y hechos, pronto comenzó a devolver a la nación el orgullo perdido. En poco tiempo, el público norteamericano empezó a percibir que los tormentosos días de los setenta (las heridas de Vietnam, la recesión económica, la crisis del petróleo, las protestas estudiantiles, los disturbios raciales, la humillación de los rehenes en Teherán, etc.) habían acabado y que nuevamente había alguien al frente del país.
A principios de 1983 la nación ya estaba en plena recuperación de ese «estofado económico» que, en palabras de Reagan, la administración Carter había cocinado «con un poco de inflación, una porción de alto desempleo, un toque de recesión, una dosis de desenfrenados impuestos, de déficit y de gasto público, todo sazonado con una crisis energética». El crecimiento continuó durante todo el segundo mandato, luego en el de su sucesor y hasta bien entrados los noventa. Se convirtió en la expansión más duradera de la historia de EEUU.
A la vez, Ronald Reagan pronosticó que la libertad acabaría enviando «al marxismo-leninismo al basurero de la Historia» y se puso manos a la obra para promover un «cambio político en la Unión Soviética». La izquierda mundial reaccionó con su indignación habitual: el republicano era un belicista que empujaba al mundo a otra guerra, esta vez nuclear. La puesta en marcha de la Iniciativa de Defensa Estratégica (un escudo antimisiles que protegía a Washington de cualquier ataque de Moscú) fue ridiculizada como la «guerra de las galaxias». En España, las viñetas de Peridis en el diario El País pintaban la cara del presidente norteamericano junto a un cuerpo que era la cruz gamada de los nazis.
El ganador de la Guerra Fría
Ahora todos sabemos cómo acabó la historia. En un desesperado intento por igualar a EEUU en sus esfuerzos tecnológicos para asegurarse la defensa, los líderes soviéticos intentaron revitalizar su economía reformándola, con el efecto contrario: el comunismo colapsó. El Muro se vino abajo cuando Reagan ya no estaba en la Casa Blanca, pero él había puesto muchas de las cargas explosivas que terminaron volándolo, como aquel discurso en la Puerta de Brandeburgo en junio 1987: «¡Señor Gorbachov, derribe este muro! (…) El muro no resistirá la fuerza de la libertad».
Así que cuando a Ronald Reagan le llegó el momento de la reelección, su popularidad era tal que le permitía salir indemne del Irangate que atrapó a altos cargos de su administración o de un déficit desbocado que después terminaría condenando a su sucesor. Con la confianza de los norteamericanos en sí mismos restaurada, la economía como un cohete y el poderío soviético puesto ante el espejo del rey desnudo, a su rival Mondale no le quedó más argumento contra el presidente que frivolizar con su edad: iba a cumplir 74. Error. Se la había dejado votando al Gran Comunicador, que respondió: «No voy a explotar para mi propio beneficio la bisoñez e inexperiencia del candidato». Reagan se embolsó en las urnas 525 de los 538 votos del Colegio Electoral, lo que nadie antes había conseguido. Ni tampoco después.
Se cumplen ahora cuarenta años de aquel 6 de noviembre de 1984. Springsteen sigue llenando estadios y pidiendo el voto para los que hoy representan todo lo opuesto a lo que Reagan supuso. Pero para los liberal-conservadores de todo el mundo, el último gran líder del Grand Old Party se ha convertido en símbolo imperecedero (acaba de estrenarse su biopic en los cines españoles) de que cuando la causa de la libertad se defiende con convicción, con la estrategia y el tono adecuado, cuando no se le concede a sus enemigos la superioridad moral, sino que se la niega y la reclama para sí misma, es imbatible en las urnas.