¡Maura sí!

antonio maura

Hay centenarios que pasan como pasan las fechas anotadas en el calendario de la cocina: sin ruido, con la sensación de que algo importante se ha quedado frío. El de Antonio Maura debería doler un poco más. Quizá porque no fue sólo un mallorquín de cuna, un apellido ilustre, ni un busto polvoriento en un edificio oficial, sino una manera concreta, exigente, poco complaciente de entender el poder y la responsabilidad de ejercerlo.

Conviene recordarlo para situarnos. Maura fue presidente del Consejo de Ministros en cinco ocasiones entre 1903 y 1922, en plena Restauración, ese sistema de equilibrios frágiles y turnos previsibles que acabó agotándose. Antes había pasado por carteras clave: Gobernación, Gracia y Justicia, Marina, Ultramar. No fue un político de una sola foto ni de una sola legislatura, sino alguien que conocía el Estado desde dentro, sus engranajes y sus resistencias, y que sabía que gobernar no era posar, sino sostener.

Desde esa experiencia formuló su idea más citada y menos comprendida: la «revolución desde arriba». No era una consigna grandilocuente, sino casi doméstica. Reformar sin incendiar la casa. Limpiar sin derribar muros de carga. Combatió el caciquismo, impulsó reformas administrativas, defendió la ley como columna vertebral de la convivencia. No era un hombre de gestos teatrales; prefería el trabajo gris, ese que no da titulares pero evita derrumbes.

Hay algo incómodamente actual en esa sobriedad. En tiempos de política convertida en espectáculo, Maura defendía la autoridad del Estado no como un capricho autoritario, sino como la condición previa de cualquier libertad real. No hay libertad sin ley, ni ley sin una nación que la respalde y la haga cumplir. Dicho así suena poco inspirador, pero basta mirar alrededor para entender lo contrario.

Maura fue también un conservador poco sentimental. No utilizó la tradición como excusa para no cambiar nada, sino como punto de apoyo para reformar con prudencia. Gobernó en años convulsos, con tensiones sociales, conflictos territoriales y una sociedad que empezaba a impacientarse. Pagó un alto precio político, especialmente tras la Semana Trágica de 1909. Pero incluso entonces mantuvo una convicción clara: el Estado no puede retirarse cuando la realidad se vuelve incómoda.

Si hoy se sentara en una mesa cualquiera, quizá no levantaría la voz. Escucharía, observaría ese ir y venir de opiniones rápidas, y al final diría algo sencillo, casi desalentador: sin normas claras, todo se vuelve arbitrario. Y la arbitrariedad, como suele ocurrir, siempre acaba golpeando a los mismos.

Recordar qué cargos ocupó Maura no es un ejercicio de erudición, sino de contexto. Fue presidente del Gobierno cuando gobernar significaba asumir desgaste, no esconderlo. Cuando la ley no se moldeaba para encajar en el titular del día. Cuando el poder implicaba responsabilidad personal y no solo gestión de relato.

Por eso este centenario no debería resolverse en un homenaje discreto y poco más. Debería servir para preguntarnos qué esperamos hoy de quienes mandan. ¿Administradores del conflicto o constructores de orden? ¿Gestores de excepciones o defensores de reglas comunes? Maura eligió siempre la opción menos vistosa: la del orden, la ley y el Estado que no pide perdón por existir.

Decir ¡Maura sí! no es nostalgia. Es una exigencia. Es recordar que la política es un oficio serio, que el Estado no es un estorbo y que gobernar, a veces, consiste en decir no cuando el no es necesario. Cien años después de su muerte, el legado de Maura no reclama estatuas. Reclama algo más difícil: que alguien se atreva, de verdad, a gobernar.

  • David Gil de Paz es portavoz adjunto de Vox en el Consell de Mallorca

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