El tiempo se detiene para los refugiados ‘encerrados’ en el campamento de Katsikas en Grecia
«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres»
En la búsqueda de esa libertad que nos narra Cervantes en su celebérrima novela ‘Don Quijote de La Mancha’, los refugiados del conflicto sirio se lanzan todos los días al mar pertrechados con unos salvavidas de dudosa flotabilidad y subidos a bordo de unos botes sobrecargados como únicas defensas que poseen para proteger sus vidas ante la irascibilidad del dios Neptuno, que se presupone que habita en las aguas egeas.
Una vez aventurada la vida de esta manera, aquellos afortunados que consiguen llegar a tierra firme, por sus propios medios o mediante los equipos de salvamento marítimo, no se tropiezan con la ansiada libertad, sino con la temida cautividad. Pero este tipo de cautiverio posee matices muy diferentes al que sufrió Cervantes en el siglo XVI, ya que se trata de una reclusión excepcionalmente paradójica. El único crimen que han cometido ha sido el de huir de una guerra que ha extinguido sus antiguas vidas y por el cual deben sufrir un castigo desproporcionado: observar con impotencia cómo el tiempo pasa por delante de sus ojos pero sus vidas están detenidas.
Un claro ejemplo de este sentir colectivo de los refugiados se refleja en el campo de Katsikas, donde se ha levantado un reloj improvisado de contrachapado, a imagen y semejanza de la torre del reloj de la ciudad siria de Homs, con sus manillas detenidas indicando las 11:15 horas y bajo el lema: «El 19 de marzo nuestras vidas se pararon». En esa fecha y a esa hora, los refugiados no solo vieron cómo el tiempo se detenía, también perdieron su honra al verse engañados por unos dirigentes, tanto políticos como de ACNUR, que les prometieron una vía segura para llegar a Macedonia o, en su defecto, un techo en una zona costera donde alojarse temporalmente.
Después de estas falsas promesas y seis meses más tarde, unas 500 personas continúan esperando al frío y lluvioso invierno característico de esta zona norteña de Grecia bajo el simple refugio de una lona doblada en forma de tienda de campaña y dos insípidas comidas al día. Aunque no es lo mismo quedarse atrapado por el tiempo en un campo de Grecia, que en uno de Turquía o el Líbano, en estas condiciones infrahumanas de habitabilidad y alimentación se encuentran los casi cinco millones de refugiados que lleva generados el conflicto militar en Siria. A pesar de todo, son ellos, y no las aproximadamente 500.000 personas fallecidas durante la guerra o las más de 10.000 personas que desde 2014 no consiguieron cruzar el mediterráneo, los afortunados que pueden contarlo.
Lejos de las bombas y las balas, los refugiados deben combatir contra otro enemigo añadido: el tiempo. Como en ‘El día de la marmota’ de Bill Murray, todos los habitantes de los múltiples campos existentes se despiertan cada mañana paralizados dentro de una tediosa rutina que se reitera un día tras otro y golpea con constancia la poca vitalidad que les queda antes de perder el dominio sobre su propia mente y sus propios actos.
No hace falta entender la compleja teoría de la relatividad de Einstein para observar, dentro de estos campamentos improvisados, cómo el tiempo transcurre de manera diferente, que también indiferente, según los distintos grupos generacionales que habitan en ellos. De este modo, los niños consiguen vencer a la lentitud del paso de los días gracias a la inagotable energía que otorga la edad, y que es observable en la multitud de heridas y cicatrices que poseen como recuerdo de una zona de juegos llena de piedras afiladas y hierros oxidados. Los jóvenes, al contrario que los niños, aburridos de los días vacíos e interminables, prefieren volver a su país y esperar a la muerte defendiendo lo poco que les queda. Finalmente, los padres y madres esperan angustiados, día tras día, a que sus peticiones de asilo sean aceptadas y puedan ofrecer a sus hijos una vida digna.
Cuando, días más tarde de abandonar un campo de refugiados, eres capaz de asimilar todas las dramáticas historias que has escuchado y digerir todas las situaciones infrahumanas observadas, uno se da cuenta de que otra vez han conseguido triunfar los malos. Gracias a los intereses económicos, a las influencias occidentales, a los extremismos y a la eterna partida geopolítica, que se juega sobre el terreno que un día fue la cuna de la civilización humana, hemos conseguido añadir otro capítulo más a la temporada XXI de la serie ‘Guerras de la Humanidad’.
En lo que respecta a la situación de los refugiados en tierras europeas, la decisión de qué hacer con ellos la poseen unos dirigentes que están más influenciados por el pánico de la crisis económica y el miedo hacia una cultura diferente -que nada tiene que ver con su vertiente radical-, que preocupados por cambiar el estatus de estas personas de cifras a humanos.
La solución es compleja y debería tener como objetivo dignificar al máximo la vida de esta gente que ha escapado de su país -no por gusto, sino por obligación-, durante todo el tiempo que vayan a pasar en Europa; ya que, por desgracia, la única resolución que parece factible actualmente es la de confiar en que la guerra en Siria acabe cuanto antes y dejar volver a los refugiados a su país en ruinas. De este modo, es el tiempo, su enemigo actual, el que posee la única llave para solucionar el conflicto; hasta entonces solo les queda esperar.
Mientras ellos esperan, nosotros estamos olvidando que en un pasado fue nuestro propio pueblo el que pidió auxilio. Se trata de la hipocresía del tiempo, en la cual el ser humano se mueve en la dirección que le convenga. Ahora no nos interesa ni nuestra historia ni el presente de estas personas, pero en un futuro nos conmoveremos viendo películas oscarizadas o leyendo libros acerca de esta tragedia ¿Cuántos niños y niñas sirios han pasado o están pasando por lo mismo que Ana Frank?
Por último y volviendo a Cervantes y una frase suya: «La guerra, así como es madrastra de los cobardes, es madre de los valientes». Tenemos que destacar que en este caso los valientes no son los que empuñan las armas, sino los que siguen esperando día tras día a que el reloj empiece a correr de nuevo para poder reanudar lo que queda de sus vidas.