Las víctimas de Irene Montero no lloran

Irene Montero
Las víctimas de Irene Montero no lloran

Ayer Irene Montero había sido dejada sola en la bancada azul del Congreso durante el debate sobre los presupuestos del Ministerio de Igualdad para el año 2023. Ningún otro ministro de Pedro Sánchez quería estar a su lado cuando el resto de diputados le reprocharan el desaguisado que ha montado con su chapucera ley del sí es sí, en la que ha rebajado las penas a unos violadores que ya están empezando a salir de prisión gracias a ella. Rodeada de butacas vacías, sin nadie que quisiera salir retratado a su lado cuando todos le echaran en cara su semianalfabetismo, la vimos puesta en pie delante de su asiento y, con su brazo extendido, apuntar con el dedo a los diputados de Vox mientras gritaba enfurecida «les vamos a parar los pies a esta banda de fascistas», convertida en una nueva Pasionaria 2.0, tan cargada de odio como aquella, pero con menos callos en unas manos que no han dado un palo en su vida, excepto los tres meses que estuvo de cajera de un supermercado. Después se sentó y se puso a llorar.

Si pusiéramos esa fotografía en blanco y negro sería imposible no recordar aquella otra en la que Dolores Ibarruri, sin llorar, apuntaba con su dedo al diputado José Calvo Sotelo, líder de la oposición, gritándole airada eso de «este es tu último discurso» unos días antes de que un guardaespaldas del socialista Indalecio Prieto le descerrajara dos tiros en la nuca. De momento Irene Montero sólo se atreve a apuntar con el dedo. Ese mismo dedo con el que debió señalar la columna del Congreso de los Diputados detrás de la que ordenó que se sentara Tania Sánchez, la que había sido pareja de Pablo Iglesias hasta que ella se lo quitó. Escondida detrás de la columna jamás vimos lágrimas en Tania, primera víctima conocida de nuestra nueva Pasionaria, que supo rehacerse y, en vez de llorar, se enfrentó al macho alfa fundando Más Madrid, partido con el que lo humilló en las elecciones a la Asamblea de Madrid.

Como ministra, Irene Montero ha presentado dos proyectos de ley, el del sí es sí que ya ha sido aprobado, y el de la ley trans, que la tiene enfrentada a todas las feministas clásicas, que sostienen que ser mujer no puede ser un sentimiento y que no se puede usar la lucha por la igualdad de derechos para favorecer a los que dicen sentirse oprimidos. Tampoco estas se han puesto a llorar, sino que, por el contrario, se han movilizado para intentar que este bodrio legal no llegue a aprobarse. Como tampoco lloran las mujeres que están siendo víctimas del otro proyecto estrella de Irene Montero, con el que se están rebajando las penas e incluso sacando de prisión a sus violadores.

Lucía es una joven sevillana víctima de abusos sexuales desde los siete hasta los trece años, que ahora ve con impotencia como su violador ha pedido una rebaja de dos años en su condena de prisión, acogiéndose a la norma impulsada por Irene Montero. Mirando de frente a la cámara y sin llorar, Lucía le dice a la ministra que «en vez de proteger a las víctimas lo que está haciendo es ayudar a los agresores» y que «debería rectificar porque es algo que ha hecho mal». Y como Lucía hay cada vez más mujeres víctimas de Irene Montero por toda España que, en vez de ponerse a gimotear como ella, se están movilizando para que la ministra corrija sus errores. Las lágrimas de Irene Montero son las de la soberbia herida, la trepa cuya incapacidad ha sido puesta de manifiesto y sólo le queda llorar para dar penita y despertar compasión haciéndose pasar por la víctima que no es. Las víctimas de Irene Montero no lloran, aprietan los dientes y pelean contra ella.

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