Este hombre ha perdido la cabeza

En la última etapa de su vida, semiparalizado por un miserable ictus que afortunadamente no le había dejado sin habla y sin humor, Alfredo Landa, un lujo de actor en la España del Siglo XX, me recibió en su casa en la mañana de una Nochevieja, la postrera para él. Estaba lúcido pero sufría de obsesiones inteligibles en una persona de su trayectoria. Se mostró encantado con la idea de repetir un nuevo «Crack», el invento genial de José Luis Garci, y con su lenguaje, pelín de trapo, me confesó: «¿Sabes qué pasa?». «No», le contesté un tanto atónito. «Pues que tengo que hacer esta película porque he comprobado que, a hasta los que tenemos muchas tablas, un día el suelo se nos puede abrir bajo los zapatos». Y me miró con la cara humilde, entregada de sus «Santos Inocentes». Poco después se moría y yo entendí que, hasta a los hombres más importantes, ¡qué decir de los poderosos!, un día su mundo se les puede acabar, porque «el suelo se les puede abrir bajo sus zapatos». Una receta de humildad sincera.
El miércoles grabé este episodio tan crucial para mí, escuchando parte, casi todas, de las siete horas que endureció la inacabable perorata de Sánchez en el Congreso. Engreído y arrogante, intentó desafiar a sus enemigos, a Feijóo, al que directamente odia por el solo hecho de haber venido de Galicia, y a los «ricos» de la energía, a los que sin embargo llama rendidamente (sucedió hace apenas diez fechas) para suplicarles árnica, pero a los que se enfrenta con el gentío en general que pasa apuros para pagar todos los meses el recibo de la luz. Esa tarde pude hablar con mi psiquiatra de cabecera para que, si cabía, me hiciera un diagnóstico de cómo había visto a Sánchez. Me dijo dos cosas que transcribo. La primera: «Utilizó una técnica muy conocida en Psicología que consiste en acogerse a subterfugios para convencer que en realidad él no es un culpable, sino una víctima». Y me añadió en segundo lugar: «Acusó a los demás de mentir para ocultar sus propias mentiras». «De libro», sentencia. Esto lo lleva haciendo desde que intentó dar el pucherazo en su propio partido político.
Por lo que entendí de este especialista, este hombre, Sánchez, está al límite del comportamiento racional, su mundo ya no es del común de los mortales. Lo comparamos con Fernando VII con cierta verdad, pero existe un ejemplo más cercano que a él le podría enojar sobremanera: Francisco Franco Bahamonde. Aquel hombre, henchido siempre de soberbia desde su arquitectura achatada por los polos, se encargaba de repetir cada vez que oteaba que se le estaba alterando la opinión pública: «A mí no me juzga más que Dios y la Historia». Pues bien: la Historia ya le ha juzgado, y no para tan bien como él sospechaba, y de Dios aún no sabemos nada. El Sánchez retador, chulo en la acepción más cruda de la RAE, está a un paso de insultar con cosa parecida, por eso debe estar en tratamiento psiquiátrico porque, al menos en teoría, nadie puede presentar una conducta tan alejada de la verdad si no es porque precisa de esta clase de asistencia. Desafía a sus rivales con sucesivas acotaciones ya olvidadas: Irak, el Prestige, el Yak, y no reconoce, ni se disculpa por sus grandes grietas: el Apagón; los continuos, gravísimos, percances ferroviarios; sus encontronazos con esa indigente intelectual que atiende por Yolanda Díaz; su señora, ocultada ahora no se sabe dónde; el procesamiento por golfo de su hermano; la cara dura de un fiscal que es un peligro público… Nada de eso merece para él una sola disculpa, ni siquiera una breve aclaración.
«¿Por qué?», pregunto a mi psiquiatra de cabecera: «Porque -me responde- en su ufanía patológica nada de eso existe, forma parte de ese consabido fango inventado que quiere terminar con su preponderancia política». Ya que nos hemos encontrado con estos tiempos vaticanistas, podríamos afirmar que este hombre ha perdido el Oremus, lo que es tanto como añadir que se ha alejado del buen juicio, de la cordura.
Sus fieles, los empobrecidos parlamentarios del PSOE, le aplauden enfurecidos, encabezados por esa calamidad humana que es Patxi López. Salvando las distancias, se comportan como aquellos desgraciados de Franco, y sobre todo de Hitler, a los que estos enjabonaban con Múltiples elogios pasándoles la mano por el lomo, un minuto antes de mandarles al frente para ser abatidos por las balas contrarias. Todos estos parlamentarios saben perfectamente -no son idiotas a pleno rendimiento- que sin su dictador al frente, ellos regresarán a las tinieblas exteriores, donde hay llanto, paro, y crujir de dientes, ningún enchufe que se lleve a la boca. Por eso vociferan y celebran los últimos ingenios de la amplísima factoría sanchista: el «Ventorro» y ahora ese mal traído «Rincón del vago» donde, según él, moran los más tontos de la clase, aquellos, Feijóo, que tienen que recibir enseñanzas elementales para moverse por la vida. Si aún estuviera «full time» en la Moncloa el siniestro Iván Redondo, creeríamos que estas especies tóxicas son producto de sus magines, pero ¡qué va! el jefe de este reducto de estupideces es el ministro de no sé qué (él tampoco lo sabe) López de apellido.
Este hombre, el erguido personaje de opereta bufa, Pedro Sánchez Pérez-Castejón, ha perdido definitivamente la cabeza: no es capaz de armar una sola autocrítica, se pasea presumiendo de un triunfalismo que a la postre no hace más que condenarle, no acepta que nadie en su entorno lo haya hecho mal porque eso supondría que él, el preboste, también lo ha hecho, y lo que es peor y, claro está, muy preocupante: está podrido de odio, una enfermedad cardinal. en la conducta de un gobernante. Si él tuviera un segundo de reposo mental, debería recaer en el pensamiento que he reproducido de Alfredo Landa, un actor al que él, sin duda, despreciaría por dos cosas: por ser de derecha declarada y por presumir de ser «hijo del Cuerpo», o sea de la Guardia Civil a la que tanto amaba. «Uno -repito- tiene tablas (el argot teatral) hasta que el suelo se abre bajo sus zapatos». En el PP finalmente, tan necesitados a veces de derechazos con los que responder al fanfarrón, han hallado ahora mismo una calificación para, precisamente, pienso yo, determinar el estado neuronal del enajenado Sánchez: padece -aseguran- «una fumata mental». Negra como el carbón desde luego. El Oremus no le acompaña.
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