Ucedización
Muchos dirigentes de la UCD no daban crédito a lo que veían sus ojos nada más amanecer una mañana gris del otoño de 1982. “¡Landelino se ha vuelto loco, esto es lo que nos faltaba, se van a chotear de nosotros!”, pensó para sus adentros más de uno al certificar que la caída se iba a transformar como por arte de birli birloque en una entrada en barrena que habría de llevarles a un armagedón político que deja chico al descrito en el Libro del Apocalipsis. Todos los periódicos abrían sus ediciones con la foto del candidato a la Presidencia del Gobierno bailando con su mujer, Juanita, en uno de los actos centrales de la campaña de las generales del 28 de octubre. Algunos de esos no tan viejos lobos de la UCD trazaron mentalmente un paralelismo entre el cursi bailoteo de salón del por otra parte brillantísimo jurista Landelino y el marketiniano (y bien trazado, por cierto) dancing que Soraya se echó en El Hormiguero de Pablo Motos.
A estos no tan viejos zorros de la política tampoco les falló el instinto esta vez. Muy mal han de ir las cosas para que toda una vicepresidenta del Gobierno apueste al baile como remedio a esa estrategia del error permanente en que parece haber entrado el primer partido de este país. Conste que a un servidor le parece bien que los normalmente estirados políticos se dejen ver en programas de corte humano, lo que comúnmente se llama “magazines”. En la meca de tantas y tantas cosas, Estados Unidos, es lo más normal del mundo contemplar a Bill Clinton tocar el saxo, a Obama tirar a canasta o a George W. Bush esbozar uno de esos horribles cuadros que ahora le ha dado por pintar. Todos los grandes, desde Jay Leno hasta Oprah Winfrey pasando por Letterman o el controvertido Bill O’Reilly, dan fe de ello. Nada que objetar, sino más bien todo lo contrario, a que nuestros hombres y mujeres públicos se pasen de tanto en cuando por el plató de Ana Rosa o el de Pablo Motos. Más que nada, para que certifiquemos que son seres humanos y no robots de tres al cuarto.
El problema no es el cómo o el qué sino el síntoma. Tal vez lo que animó a Soraya a decir “sí quiero” a Pablo Motos fue el recuerdo de ese viejo aserto castellano que anima a ponerse la venda antes que la herida. Muy mal tiene que notar la vicepresidenta que van las cosas para intentar acometer en dos meses lo que no ha hecho en cuatro años en los que ha metido la pierna lo justo y en los que cada vez que había un marrón estaba missing dejando al presidente, a los ministros del ramo o a Cospedal que dieran la cara y se la partieran.
Hace dos años, al hilo de las bolinagadas y de las montoradas en forma de persecución fiscal y subidas indiscriminadas de impuestos, puse nombre a la deriva que estaba tomando el PP: ucedización. Y eso que cuando la Unión de Centro Democrático ganó sus primeras elecciones en 1977 un menda tenía nueve años. Pero mi cercanía personal a la cúpula del partido que trajo la democracia a España me hizo testigo de primera fila de un sueño que terminó en tragedia. Y aunque cuantitativamente un desplome como el que sufrió Landelino el 28-O es imposible no lo es tanto, ni mucho menos, desde el punto de vista cualitativo. El partido creado por Adolfo Suárez arrasó en los comicios de 1977 con 167 diputados y un 34,4% de los votos escrutados, en 1979 obtuvo la confianza del 34,8% con 168 y en 1982 consiguió un Récord Guinness negativo al quedarse en 11 (6,8%) frente a un Felipe González que se anotó la madre de todos los registros habidos y por haber: 202 escaños.
La UCD se dejó en el camino 157 diputados y acabó disolviéndose a la vuelta de la esquina. Las elecciones se celebraron el 28 de octubre de 1982, el partido celebró un congreso extraordinario en diciembre y no habían pasado ni dos meses cuando el 18 de febrero de 1983 firmó ante notario su defunción. Una disolución que apartó a los libros de historia a un partido que, ahí es nada, es acreedor del mérito de habernos conducido a la tierra prometida de la democracia de forma pacífica y modélica.
Es física y metafísicamente imposible una hecatombe de estas dimensiones. Entre otras razones, porque el PP es una formación mucho más asentada que la UCD y porque sólo con los aproximadamente dos millones de personas que viven directamente o por familiar o amiguete interpuesto de la política popular tienen un suelo pétreo. Indestructible diría yo.
Pero los peligrosos paralelismos entre aquello y esto, entre entonces y ahora, están a la orden del día. A la UCD le mató el fratricidio y al PP, de momento, el cainismo lo está desangrando. Cierto es que en la UCD había cinco grandes almas: la democristiana, la azul, los gervasios, los liberales y los socialdemócratas. En el PP actual hay tres, que son menos que cinco pero no son ciertamente pocas: los aznaristas, los mediopensionistas marianistas y los acomplejados rupturistas. Los primeros aciertan seguramente en el diagnóstico de fondo pero meten la pata sistemáticamente en las formas al plantear lo correcto en el momento equivocado olvidando, además, que quien designó a Rajoy fue casualmente un tal Aznar. Los segundos se defienden asegurando que en las circunstancias actuales han hecho lo que tenían que hacer manque pierdan… Si bien es verdad que el presidente actuó cuasiheroicamente al decir “no” a un rescate al que todos se rendían, incluido Luis de Guindos, no lo es menos que en cuestiones de principios ha fallado (la puesta en libertad de Bolinaga o la de otros 60 multiasesinos no fue lo que lo que se dice su mejor momento). Y los terceros quieren romper con el aznarismo y el marianismo para tenderle la mano a los hijos de Satanás de Bildu, consideran que hay que negociar con los independentistas catalanes (el día menos pensado reclamarán el fantasmagórico “derecho a decidir”) y son firmes partidarios de la superioridad moral e intelectual de la izquierda.
Más le valdría recordar el abecé electoral cuyo primer mandamiento señala bien clarito que la ciudadanía castiga inmisericordemente la desunión y no digamos ya el fratricidio. El Congreso de Palma de 1981, celebrado en el Auditórium 17 días antes del intento de golpe de Estado, simboliza el principio del final de la UCD. Suárez dimitió como presidente, le sucedió Agustín Rodríguez Sahagún y aquello acabó como el rosario de la aurora. Todos contra todos. Toda la UCD contra todo su electorado natural que alucinaba con el espectáculo.
El espectáculo grotesco de Cristóbal Montoro sacudiendo mandobles a diestra y siniestra el miércoles pasado en presencia de un atónito Jorge Bustos es perfecta epítome de cuanto está ocurriendo. Por no hablar de las dos inspecciones que está acometiendo contra sus compañeros García-Margallo y Arias Cañete, que hicieron alguna que otra trampa en sus declaraciones de la renta, tal y como desveló el arriba firmante en primavera. O de la fractura del Gobierno de España en el que Soraya, Montoro, Báñez y Alfonso Alonso van por un lado y Margallo, Soria, Guindos y Jorge Fernández por otro, con García Tejerina, Méndez de Vigo, Morenés y esa tan inesperada como maravillosa sorpresa que es Rafael Catalá por otro.
Todo ello por no hablar de la ruptura entre el presidente y una Soraya a la que recrimina que intente hacer la guerra por su cuenta postulándose cada vez más cantosamente para la sucesión. ¿Y el partido? Yo creo que Génova 13 ni está ni se le espera. La bicefalia de María Dolores de Cospedal como presidenta de Castilla La Mancha y secretaria general del PP nunca funcionó del todo y dejó el cuartel general sin mando. No mandaba nadie y mandaban todos. Consecuencia: el caos. El nombramiento del algún día sucesor Pablo Casado, Martínez-Maíllo, Levy y Maroto ha refrescado una organización a la que las arrugas, y no precisamente, las físicas, amenazaban con esclerotizar. Pero mandar, lo que se dice mandar, no manda nadie.
En UCD nadie veía o quería ver el bofetón. A seis meses vista de las elecciones, las encuestas les daban 150 diputados. Y eso que cuando se preguntaba por los candidatos, Felipe aplastaba literalmente a todos sus rivales. Al punto que cuando se cuestionaba quién era “el más capacitado para gobernar”, todo hijo de vecino respondía “González” pese a que González jamás había ocupado un cargo ejecutivo en la Administración. Felipe era al año del cambio lo que Albert a 2015: un producto ilusionante, virginal y éticamente impecable (el terrorismo de Estado y el trinque socialista vendrían una década más tarde).
Dos meses antes del 28-O, a caballo de agosto y septiembre de 1982, la demoscopia reducía la sangría a 48 actas menos; es decir, 120 en total. Dos meses más tarde, la única encuesta que vale (que diría un político cursi), la de las urnas, les deparó 11 escaños que les sumió en una depresión de caballo. Más de uno hubo de pasar por el diván y medicarse para superar el trance.
Me cuenta gente de la que me fío en Génova 13 que los trackings les otorgan en estos momentos “140 y tantos escaños” y que “antes de las catalanes” estaban en los fatídicos “150” que les garantizarían cuatro años más de poder. Dicho en cristiano: que el efecto Ciudadanos no lo es tanto. No pongo en duda los datos, entre otros motivos, porque casan con las tendencias que guardan a buen recaudo en los grandes centros de poder y think tank de este país. Pero cuidadín porque todo eso pensaban los ucedistas, que se las prometían muy felices a ocho semanas de aquel 28-O que los sacó del carril para siempre.
Las analogías no terminan ahí. El adiós de gentes de primera división como María San Gil o de segundo nivel pero indiscutible simbolismo como Santi Abascal o Cayetana Álvarez de Toledo recuerda al de Miguel Herrero en 1982 camino de AP, al de Paco Ordóñez camino del PSOE con parada y fonda en el PAD, al del gran Antonio Garrigues que fundó el Partido Demócrata Liberal o al del mismísimo Adolfo Suárez que concurrió a las generales con el CDS. Y, entre tanto, los meilanes, nombre acuñado en honor del diputado coruñés José Luis Meilán, tiraban directamente de amenaza: “O me hacéis un aeropuerto o un hospital en mi pueblo, o me voy”. Y se iban. Tocata y fuga entonces; tocata y fuga ahora. Más leña al fuego de una división que sólo puede terminar de dos maneras: mal o peor.
España necesita un Partido Popular fuerte y unido porque la alternativa puede ser un PSOE con Podemos. Y ya se sabe quién manda en un gobierno de coalición: las minorías. “O pasas por el aro o caes”, es el mantra que, semana tras semana, repetirá Pablo Iglesias si el socialdemócrata Pedro Sánchez precisa de sus votos para mudarse a La Moncloa. Un secretario general del PSOE que con 110-120 diputados puede acabar gobernando España si Ciudadanos continúa arañando votos al PP y ambos terminan la carrera electoral por debajo de los socialistas. Ya se sabe que en España hay una tradición no escrita de que gobierne el más votado en caso de que no haya mayoría absoluta.
Mariano Rajoy y Leopoldo Calvo-Sotelo son en cierta medida almas clónicas. Profundamente inteligentes los dos. Gallegos los dos. Cáusticos y austeros los dos. Mucho más político el primero que el segundo. Pero con un rasgo en común que les iguala: ambos antepusieron el deber al querer, al interés personal u orgánico. El segundo al decidir entrar en la OTAN con todas las consecuencias y el primero al llevarnos al quirófano con unas reformas que eran necesarias, aunque ni de lejos tan duras porque para salvarnos de una angina de pecho se nos operó a corazón abierto. Sufrimos un montón, cierto es, pero ahora crecemos al 3,4%, más del doble que Alemania, el triple que la media comunitaria y muy por encima de los Estados Unidos. Sería del género tonto truncar una recuperación que va como un tiro pese a que aún haya varios millones de españoles que no la sienten en su bienestar personal.
Mariano Rajoy debe cortar de una vez por todas la hemorragia. Y tocar a rebato. El daño que le ha hecho la corrupción al PP es irreversible. Pero el que le puede hacer el fratricidio devendrá en definitivo si se desmoronan al punto de permitir que los Ciudadanos liderados por un Albert Rivera que recuerda al primer Adolfo Suárez les peguen el sorpasso. El destrozo sería de tal magnitud que el proyecto fundado por Fraga, modernizado por Aznar y acrisolado por Rajoy correría el riesgo de acabar definitivamente ucedizado. Pegar o no un puñetazo encima de la mesa. Ésa es la cuestión. El PP no aguanta dos meses más a palos.