El toreo con la DANA

DANA toreo, Paula Ciordia
Paula Ciordia

El toreo se volcó con el pueblo de Valencia. En el aniversario de la catástrofe de la DANA y acompañando en el duelo a tantas familias rotas por la pérdida de sus seres queridos, sería difícil hacer un recuento completo de los innumerables gestos de apoyo y solidaridad que el mundo del toro brindó desde el primer momento.

Multitud de plazas en España han celebrado este año festivales taurinos benéficos para los afectados: miles de euros recaudados para amueblar casas, comprar lavadoras, material escolar, juguetes para los niños, comida. Numerosas ganaderías ofrecieron su maquinaria.

Un tropel de toreros acudieron al lugar de la catástrofe para quitar el lodo desde el primer día. Asociaciones taurinas distribuyeron comida caliente, prepararon chocolatadas para los vecinos y voluntarios. La personas, en las ocasiones, que dice el refrán.

Sin decirles «venid», fueron. Sin decirles «os necesitamos», se prestaron. El torero es así. Y esa manera de vivir es la única que lleva a alcanzar la poesía imposible, ser verso, convertirse en poema. Por eso, en el toreo, el arte es una consecuencia, no un fin: es el premio de Dios a esa entrega total de quien por una convicción trasciende lo imaginable y penetra en el magma cósmico.

Conviene recordar que nuestra fiesta nacional, tal y como hoy la disfrutamos, es el resultado de las corridas de la beneficencia. Las primeras plazas de toros fijas –al margen de las maestranzas- fueron ideadas y promovidas por sacerdotes que vieron en la afición a los toros una manera de conseguir ingresos estables para las casas de misericordia que ayudaban a huérfanos, mendigos, pordioseros, a los que se les daba sustento, oficio y un modelo de vida cristiano.

Por eso, resulta tan absurdo los reproches que algunos antitaurinos despistados hacen al Vaticano para que condenen nuestra fiesta nacional apoyándose en que un papa –¡de los 265 que ha tenido la Iglesia!– intentó prohibir las corridas de toros. Ignoran además que Pío V no fue un futurista del PACMA, sino que estaba preocupado por alejar al torero del homicidio.

Gracias a los festivales benéficos a favor de los damnificados por la DANA, se tejió una red solidaria en la que millones de españoles pudieron poner su granito de arena a través de una entrada. En este punto hay que destacar que el festejo popular es pulmón y parte esencial de la columna vertebral de la tauromaquia: es asombroso la hermandad que existe entre los recortadores, ganaderos y aficionados en los pueblos.

España es un pueblo que no teme más la muerte que ama a la vida. Sólo así se explica los extraordinarios sucesos que hemos protagonizado a lo largo de la historia –pese a la infame y parásita casta de políticos que nos malgobierna hoy–.

En nuestro caso, esto da lugar a un estilo de santidad muy española, donde la fiesta, el vino y la alegría, no son necesariamente renunciables en el camino hacia el cielo, porque entendemos que en algo se tiene que distinguir la tierra del infierno.

De esta actitud vital con la que encaramos la existencia –indisociable del amor al prójimo, como máxima cincelada en nuestro espíritu católico–, nace una fuerza misteriosa que nos lleva a resistir como se demuestra en Valencia, a permanecer en el sitio y a superar la adversidad de una manera gregaria, alejada del atomismo individualista que se impone como modelo ideal en la voraz sociedad del consumo.

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