Supremacismo con luna llena
Da rabia que sea precisamente en Semana Santa cuando la cohorte de supremacistas despliega más elocuentemente su egoísmo vanidoso y su ensimismamiento. Y es que, aunque ahora se considera un principio del derecho natural y desde el final de la edad moderna inspira las declaraciones de derechos humanos, la igualdad entre los hombres fue una aportación fundamental del cristianismo a la civilización grecorromana, que es la base jurídica y política de Occidente. Pero ni por lo canónico ni por lo civil, no es que no se contagien del mensaje de humildad y amor al prójimo que trae la pasión y muerte de Jesucristo, es que tampoco encuentran el momento de hacer suyos los ideales de igualdad y fraternidad de las sociedades democráticas. Y así, a la menor oportunidad, los sospechosos habituales salen en tromba a mostrarnos lo peor de sí mismos.
Después de los partidos de fútbol de las competiciones europeas, Xavi Hernández, más ariete que medio-centro del cateto e iletrado secesionismo catalán, volvió a dejar claro que “los catalanes somos otra cosa”. Lo de este chico, que es hijo de un charnego almeriense, da un poco de pena; no tiene la estética, ni la raíz del apellido, ni las habilidades de comunicación de Pep Guardiola, y no es capaz de disimular el complejo de superioridad que, una vez refinado en Qatar, encuentra el perfecto acomodo en el Barça formalmente independentista de Laporta. Un detalle, en la pizarra de La Masía deben explicarles muy bien los excelsos y diferenciales valores de los catalanes a las nuevas estrellas del equipo – Gavi, Pedri o Ansu Fati- para que los exhiban con orgullo y el habitual engreimiento cuando visiten a sus familiares y amigos en Andalucía, Canarias o Guinea-Bissau.
Para que esto no sea una cuestión nacional, también el fútbol nos ha permitido ver un ejemplo del clásico supremacismo ario. Sin ningún rubor Nagelsmann, el prepotente entrenador del Bayern de Munich, desconsideró el estupendo desempeño del Villareal, que los eliminó de la Champions; y no solo porque su fútbol sea más o menos defensivo o contundente, sino por ser propio del sur de Europa.
Otro que vuelve siempre por Semana Santa, con motivo del Aberri Eguna y con su sibilina habilidad de meapilas para leer transversalmente la historia de España y la doctrina católica, es el supremacismo racista del PNV. El cineasta Iñaki Arteta, que ha presentado su valiente libro Historia de un vasco. Cartas contra el olvido, reconoce con sorprendente claridad como, más allá del mito jocoso, el nacionalismo ha inoculado en el pueblo vasco un sentimiento de superioridad facultativa y valórica sobre el resto de los españoles. Por supuesto que no se reconocen supremacistas ya que “los vascos no somos racistas, lo que ocurre es que somos superiores a todo”.
Y por fin, quien nunca falta a la cita es la habitual superioridad moral de la izquierda, que se está empleando de firme en estigmatizar al PP por coaligarse con Vox en Castilla y León. Da igual que sea el gobierno sociocomunista de Pedro Sánchez el que ejemplifique la alianza con socios anticonstitucionales, antiespañoles y, lo que es peor, inmorales; es tanto el envanecimiento del progresismo, es tan numeroso su rebaño de actores, pseudointelectuales y personajes mediáticos, están tan instalados en el supremacismo ideológico que seguirán y seguirán acusando de antidemocrática a una derecha acomplejada a la que solo permiten existir si asume una dócil inferioridad exenta de aspiraciones de gobierno.
Uno sale de la Pascua con una renovada aspiración de bonhomía y quiere creer que no todos los vascos, catalanes o personas de izquierda, entre los que hay familiares y grandes amigos, son unos supremacistas, sino que sienten una bien intencionada identidad local o ideológica que los hace sentirse diferentes. Pero a todos esos sí les recuerdo que la pre-diferenciación social les conduce inevitablemente a creerse mejores que los demás, ya que nadie dice que es diferente para reconocer que es peor; y especialmente si esa diferenciación no responde a las facultades, capacidades o esfuerzos individuales sino simplemente al hecho de pertenecer a uno u otro colectivo.
En fin, la fe cristiana también ofrece un remedio para las colectivas ínfulas identitarias; y es que cuando lleguemos al cielo nos van a juzgar individualmente por nuestras obras y por nuestros pecados. ¡Por muy listos, altos y guapos que seamos, no por ser de mi pueblo vamos a tener asegurada la vida eterna!
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