Los pensionistas y la riqueza de las naciones

El despilfarro del Gobierno castiga a las empresas y hunde la invesión

Los pensionistas y la riqueza de las naciones
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La trayectoria del socialismo de nueva generación inaugurado por Zapatero ha venido siempre marcada por la soberbia -esa que nace de la falsa superioridad moral- y del correspondiente revisionismo. Lo primero que hizo cuando llegó al Gobierno fue liquidar el Plan Hidrológico Nacional -que podría haber resuelto los problemas endémicos de escasez de agua- y cancelar la tímida reforma educativa del PP que ni siquiera había dado tiempo a desvelar sus posibles frutos.

El objetivo era recuperar la hegemonía en los asuntos territoriales con la ocurrencia infausta de las desaladoras y levantar un muro a la derecha en la educación, manejada arbitrariamente desde tiempo secular por la izquierda con los resultados catastróficos que ofrece la comparación internacional sobre el nivel de solvencia y de capacitación de nuestra juventud.

Después Sánchez ha ido siguiendo meticulosamente el paso, y canceló la reforma de las pensiones lanzada con premura por Rajoy ante el aumento escandaloso de la prima de riesgo y la necesidad de corregir el déficit público en gran parte heredado de Zapatero, pero luego acosado por los abultados intereses de la deuda. El rescate parcial aprobado por Bruselas para salvar el sistema financiero español del descontrol socialista exigía, además, una ortodoxia en el gasto ajena por completo a los cánones de la izquierda.

Así el nuevo modelo de retiro aprobado por Rajoy introducía por primera vez racionalidad en un asunto escabroso por naturaleza, condicionando el aumento de las pensiones al grado de saneamiento de las cuentas públicas e implicando por primera vez a los intocables jubilados en la solución de los problemas presupuestarios del país. También abriendo, por cierto, espacio para oxigenar a los activos, que al fin y al cabo son los que alimentan el presente y deberían enardecer el futuro de la nación.

Pero todo este ejercicio de sentido común fue completamente arrasado por Sánchez y su despliegue de suciedad normativa para captar el nicho más sabroso de votantes, conservar el poder a toda costa y proseguir con determinación la captura de la voluntad ciudadana, fortaleciendo el poder del Estado sobre la base de la dependencia y esclavitud creciente de los súbditos.

Bajo los efluvios de la pandemia, cuando en sus discursos castristas Sánchez se hizo el dueño de un país encerrado y aturdido al que iba a prestar el auxilio y el socorro debidos, encargó diseñar la hemorragia de gasto social a un esbirro inesperado: José Luis Escrivá Belmonte. El señor que llegó al Gobierno como un acreditado tecnócrata destinado a nutrir de fiabilidad la coalición disparatada en la que ejercía de número dos el inefable Iglesias, no tuvo reparos en destrozar su trayectoria para cumplir las órdenes del jefe y alimentar su afán de protagonismo.

Sacó adelante el Ingreso Mínimo Vital -el mecanismo perfecto para instalar a los más desfavorecidos en la trampa de la pobreza e impulsar la economía sumergida-, activó la contrarreforma de las pensiones ligándolas irresponsablemente a la marcha de la inflación -hasta el punto de que el año pasado subieron un 8,3%- y engrasó la maquinaria precisa para endosar a las empresas el coste de esta diarrea de gasto. ¿Cómo? Forzando una subida escandalosa de los impuestos y de las cotizaciones sociales, con el resultado final de la quiebra de multitud de negocios incapaces de resistir la embestida, y castigando la cuenta de resultados de las empresas más boyantes. Ha demostrado ser igual de cruel con la economía española que con sus subordinados, que lo detestan sin excepción por su despotismo anacrónico.

Los efectos de esta operación de ingeniería social prototípica de la izquierda han sido desastrosos. Desde que gobierna Sánchez, la tasa de pobreza y de gente en riesgo de exclusión social es más alta que cuando llegó a La Moncloa, ha batido todos los récord, y los jubilados han pasado a ser, de largo, el colectivo privilegiado del arco social: no sólo han estado guarecidos por completo de la crisis, sino que han alcanzado gracias al socialismo una retribución media superior al salario en el sector privado, éste sí expuesto a corazón abierto a los vaivenes del ciclo económico y a las dificultades inherentes a los tiempos difíciles.

Ya sé que hablar de este asunto en España equivale a correr un gran riesgo, sobre todo si, como es mi caso, tienes muchos jubilados amigos convencidos falazmente de que todo lo que reciben ya lo han pagado con el sudor de la frente. Pese al esfuerzo coactivo y general en su favor, nunca estarán satisfechos con el extracto bancario y su apartamento complementario en la sierra o en la costa, que para eso han trabajado duro a lo largo de su vida y ahora sostienen a sus hijos en activo con salarios modestos que no dan para comprarse un piso, al tiempo que cuidan de sus nietos.

Ignoran que si el precio de la vivienda es inasequible es por causa del socialismo, que mantiene intervenido el suelo y colapsada la oferta de inmuebles, o que si los alquileres son prohibitivos se debe a la falta de libertad en la contratación, así como la inseguridad jurídica que enfanga el derecho a la propiedad privada. También desconocen que los problemas salariales de sus hijos se deben, en gran parte, a la falta de formación que ofrece un sistema educativo desenfocado y ayuno de incentivos, que está hundiendo la productividad de los empleados a cotas preocupantes.

Sede de la Agencia Tributaria.

O que los bajos salarios guardan estrecha relación con unas empresas sometidas a la extorsión de unos impuestos ordinarios siempre al alza, más unas cotizaciones sociales delirantes, sin réplica en Europa, condenadas a enmascarar la quiebra técnica de una Seguridad Social que sufraga las pensiones estrella de toda la zona con una renta per cápita muy por debajo de la media.

Aunque la batalla para combatir esta realidad nauseabunda es apasionante, nadie está dispuesto a librarla con las agallas que exige la epopeya. Y así será mientras la mayoría de los españoles esté equivocadamente persuadida de que las grandes empresas y los llamados frívolamente ricos pagan pocos impuestos, cuando jamás en la historia han estado más asediados. Así de moderno es este pueblo español cautivo del Estado, del que finalmente vive, bien integrado en el funcionariado, bien a cargo del repertorio de ayudas públicas y subvenciones que están minando sin pausa su capacidad de generación de riqueza y de contribución al bienestar general, instalándolo en la queja y el victimismo repugnante.

Igual que los jubilados del momento -tan bien regados por el Gobierno como desagradecidos-, la gente aún pide más madera: una redistribución justa de los ingresos, mayor progresividad fiscal y nuevas barreras al comercio y el libre emprendimiento, que sólo florece en busca del mayor beneficio posible ganado en buena lid. De manera que la solución a los numerosos problemas que atraviesa el país acaba inexorablemente siendo la misma: más impuestos a las exangües unidades productivas de riqueza despreciando sus efectos letales. Que no son otros que un crecimiento cada vez más escuálido, salarios a la baja y la pérdida acelerada de empleo, machacando a la parte más genuina y enérgica de la sociedad, abocada a emigrar hacia territorios pacíficos y promisorios dejando al país a su suerte. A  la buena suerte de los pensionistas; en manos del socialismo.

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