Sánchez va a muerte a por los jueces

Eduardo Inda

Cargarse el poder judicial es de primero de autocracia, una carrera que no se enseña en las universidades pero que practican cada vez más políticos en Oriente, donde es una tan triste como atávica costumbre, y en Occidente, donde hasta hace bien poco nadie se atrevía a mentar la bicha. Es el primer poder del Estado a por el que va un sujeto con ínfulas de dictadorzuelo. Si pones bajo la bota a fiscales y, sobre todo, jueces, tendrás vía expedita para cargarte la democracia porque ya no habrá quien ponga límite a tus abusos, corruptelas y crímenes varios. Podrás robar, saquear las empresas privadas, encarcelar a los adversarios, trincar comisiones e incluso narcotraficar como si no hubiera un mañana. Los magistrados son siempre un bendito incordio para los gobernantes, los que evitan que se pasen de la raya, un pilar esencial en eso que los anglosajones —que saben bastante más que nosotros de democracia— denominan checks and balances, controles y equilibrios en cristiano.

Sin checks and balances no hay democracia que valga. Pedro Sánchez lo tiene clarísimo. Por eso ha dado la murga con la renovación del Consejo General del Poder Judicial, un CGPJ en el que de momento se continúa incumpliendo el mandato constitucional que inequívocamente prescribe que los jueces elijan el gobierno de los jueces, 12 de sus 20 miembros exactamente, tal y como se hizo desde el inicio de la Transición hasta el golpe de Felipe González en 1985 cuando se cargó la legalidad por la puerta de atrás con la Ley Orgánica del Poder Judicial. Desde entonces, 20 de los 20 integrantes del CGPJ son digitados por los partidos, ahora se ha maquillado levemente el sistema para dar la sensación de separación de poderes con la elección de la presidenta —Isabel Perelló— por parte de esos mismos consejeros.

En el resto la vida sigue igual cumpliéndose a rajatabla esa bastarda tradición que Gallardón mantuvo intacta tras habérsele inundado la boca de promesas de reforma: «Hay que acabar con ese perverso sistema que supone que los políticos elijan a los jueces que luego tienen que juzgar a los políticos». De momento, y hasta nueva orden, los políticos continúan eligiendo a los jueces que los tienen que juzgar. Por eso, entre otros motivos, cuesta tanto procesar a un presidente, un ministro, un alcalde o un concejal.

Los jueces son siempre un bendito incordio para los gobernantes, los que evitan que se pasen de la raya, un pilar esencial en cualquier democracia

Alberto Núñez Feijóo ha logrado que la Unión Europea supervise el proceso de higienización del Consejo General del Poder Judicial al haber situado a las más altas instancias comunitarias como garantes de un acuerdo que pasa por regresar al pasado, al 30 de junio de 1985, el día anterior a la aprobación de esa Ley Orgánica del Poder Judicial que, parafraseando a un entonces chulesco Alfonso Guerra, asesinó a Montesquieu. El Gobierno socialcomunista se ha comprometido ante Bruselas a retocar la norma para que se cumpla de nuevo la Constitución, es decir, que 12 de los 20 miembros del CGPJ sean cooptados por sus compañeros de carrera. Es lo que pactaron Bolaños y González Pons, cosa bien distinta es que el trilero de La Moncloa cumpla, al respecto he de recordar que no habían pasado ni 24 horas de la suscripción de la entente cuando el ministro de Justicia, Presidencia y Relaciones con las Cortes —¿cabe nomenclatura más autocrática?— dijo «Diego» donde había expresado un inequívoco «digo».

El PP pone al anterior comisario de Justicia, Didier Reynders, y a su sucesora, Vera Jourová, por testigo de que se acordó volver al sistema previo al 85, en resumidas cuentas, a cumplir el imperativo constitucional. Veremos si Sánchez da su brazo a torcer porque para él es básico tener controlado el CGPJ con la perogrullesca intención de evitar contratiempos legales con sus fechorías varias, las familiares y las políticas. Que las cosas sigan como están en el gobierno de los jueces es un seguro de vida para él.

Pero como quiera que sus tentáculos autocráticos no llegan a Bruselas, ha decidido asaltar el poder judicial subrepticiamente, de tapadillo, con sus habituales trampas de tahúr de medio pelo. Autocratadas en materia judicial de las que nos enteramos gracias al bocas del fiscal general, que en su afán por agradar al jefe canta La Traviata cada dos por tres. Eso es lo que sucedió en la apertura del año judicial. Álvaro García Ortiz, titular de un discreto currículum y al que le costó ocho años aprobar la oposición, reclamó el jueves ante el Rey «limitar la acusación popular para evitar su uso con fines espurios» y para impedir «investigaciones prospectivas». El número 1 de la carrera fiscal sostiene que bastaría con retocar la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Veremos si Sánchez cumple el acuerdo sobre el CGPJ, que las cosas sigan como están en el gobierno de los jueces es un seguro de vida para él

Olvida deliberadamente García Ortiz que suprimir o constreñir la acusación popular constituye un desiderátum, entre otras cosas, porque teóricamente habría que reformar la Constitución, para lo que es necesario el «sí» de tres quintos del Congreso e igual proporción de senadores. Meterle mano a la Ley de Enjuiciamiento Criminal serviría para efectuar matices de pitiminí, no de calado que es lo que anhela Moncloa. El artículo 125 de la Carta Magna recoge esta figura jurídica: «Los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales». Claro que este Ejecutivo es capaz de tirar por la calle de en medio, sobra subrayar que ha dado sobradas muestras de su capacidad para subvertir la legalidad de la mano de sus socios etarras, comunistas e independentistas.

Sólo un desahogado nivel dios como García Ortiz es capaz de soltar esta perlita en medio de dos casos, el que afecta a Begoña Gómez y el que mantiene imputado a David Azagra, y para más inri en el banderazo de salida al año judicial con el Rey de invitado estrella. El nivel de sometimiento del personaje al poder político es tan descarado que coló de rondón otra perlita autocrática que supondría el remate al Estado de Derecho en nuestro país: dar matarile a los jueces de instrucción para que las investigaciones las asuman los fiscales. De esta manera, sería física y metafísicamente imposible hacer justicia con las begoñas de turno, los azagras de guardia y los titos bernis de la vida. ¿De quién depende la Fiscalía? «Pues eso», que se respondería a sí mismo el obseso del Falcon. Los políticos engordarían su condición de casta de intocables más aún si cabe, hasta el fin del Universo y más allá.

El Gobierno de Sánchez va a por los magistrados, se quiere cargar la separación de poderes, y lo mejor de todo es que no lo disimula

La acusación popular se concibió precisamente para sortear el control de la Fiscalía por parte del poder político, circunstancia esta última que no es de aquí ni de ahora sino que figura en el artículo 124 de la ley de leyes. El Gobierno elige al fiscal general que, en consecuencia, depende jerárquicamente del poder político. No lo digo yo, no es un planteamiento subjetivo que me he sacado de la chistera, lo afirma la Constitución sin resquicio alguno a la duda. Menos acusación popular devendría, pues, en más politización. Y regalar la instrucción de los casos penales a los fiscales supone tanto como regalar al Ejecutivo la potestad de decidir a quién se investiga o no.

Lo que pretenden Pedro Sánchez y su lacayuelo García Ortiz es un minimadurazo en toda regla. De momento no hemos llegado a los extremos venezolanos, de momento aquí no se ha metido en la trena a ningún magistrado, pero vamos por idéntico camino. Allí se asaltó el Tribunal Supremo y ya nunca más hubo democracia ni nada que se le parezca. Al hijo de perra de Chávez le costó siete años pero lo logró. La Fiscalía, como se vio en las Presidenciales de julio robadas a mano armada por Nicolás Maduro, ejerce de avalalista de los crímenes contra la humanidad del narcodictador.

Los inmisericordes ataques por tierra, mar y aire al instructor del caso Begoña, Juan Carlos Peinado, no sólo resultan de una torpeza incomparable —encabronar a quien te tiene que juzgar es del género imbécil— sino que, además, retratan perfectamente las aviesas intenciones del marido de Begoña Gómez. Dos palabras resumen la matraca que los ministros del Gobierno y el propio presidente nos están endilgando: «Investigación prospectiva». Que, casualidades de la vida, son las mismitas que largó el fiscal general en la apertura del año judicial para justificar el garrote vil para la acción popular y la figura del juez de instrucción. Van a por los magistrados, se quieren cargar la separación de poderes, la independencia de uno de los tres ejes del Estado, y lo mejor de todo es que no lo disimulan. Lo bueno de su verborrea absolutista es que nos mantiene a todos los demócratas con la guardia alta para no acabar venezolanizados. No es Peinado ni lo que representa lo que está en juego, es la democracia.

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