Que falten al respeto a su madre, no al Rey
España va camino de ser la casa de tócame Roque, si no lo es ya. El hazmerreír de Occidente. Un panderetesco país, más si cabe de lo que lo hemos sido históricamente. Una nación degenera en cachondeo cuando a la cúspide de la pirámide se la toma por el pito del sereno, cuando da igual ocho que ochenta, cuando el cachondeo es el ingrediente perfecto para disolver cual azucarillo algo que ha costado siglos forjar. Cuando todo vale, nada vale nada. Y ése es el principio del fin de cualquier proyecto colectivo. Así, cual inocente azucarillo, se han diluido los más grandes imperios de la Historia.
Cómo será la cosa, que nos hemos acostumbrado a tomar a beneficio de inventario los ya casi diarios ataques al jefe del Estado. Como si formasen parte del paisaje cuando no son sino una patética manera de entender la libertad de expresión. La libertad de expresión no es, como no lo es ningún derecho salvo el que protege la vida, un derecho absoluto. La calumnia y la infamia son límites que no se pueden traspasar en un Estado de Derecho cuando se echa mano de ese artículo 20 de la Constitución Española que acabó con 40 años de censura.
Claro que tampoco tiene mucho sentido en un país moderno, en pleno siglo XXI, ese delito de lesa majestad que continúa estando vigente en algunos países de nuestro entorno. Como por ejemplo, y sin ir más lejos, en esa Bélgica que no está para dar lecciones a nadie. Aquí el Código Penal ya recoge los delitos contra el jefe del Estado. Eso sí: se aplican de forma timorata por miedo al podemismo mediático que, como les repito semana a semana, es mayoritario. Al punto de que nadie se atreve a desafiar ese pensamiento único que mata civilmente sin piedad al disidente.
Lo que es sencillamente del género imbécil es que el Estado ponga sistemáticamente la otra mejilla cada vez que se ataca a don Felipe, a doña Letizia, a la Princesa de Asturias o a la infanta Sofía. Cosas de este Estado estúpido que es España. Un Estado que consiente su propio desangramiento es un Estado imbécil. Un Estado al que le tiemblan las piernas ante sus enemigos es sencillamente una mierda. Un Estado que mira hacia otro lado cuando se insulta, se calumnia o se falta al respeto a su máxima autoridad no es digno de tal nombre. Un Estado en el que sale gratis pitar el himno y quemar la bandera tiene menos futuro que el dietista de Falete.
Los acontecimientos de esta semana son para hacérnoslo mirar. Lo del Mobile World Congress fue el primero, que no último, de siete días de agravios a la Corona. Que se permita al golpista presidente de la Generalitat, el neandertal Torra, y a la podemita alcaldesa de Barcelona, la por otra parte normalmente educada Ada Colau, hacer un feo como el del domingo pasado es masoquismo puro. A mí me puede caer mal, que de hecho me caen bastante mal, cualquiera de los podemitas con los que me toca batirme el cobre dialéctico en televisión. Pero jamás les niego el saludo ni en público ni en privado. La educación es, aunque parezca una tontería, una de las bases de la democracia. Porque sin educación no hay respeto, y sin respeto impera esa ley de la jungla que es el camino más corto al totalitarismo.
La Casa Real lo tiene muy fácil: forzar a los organizadores del Mobile a no invitar al nazionalista que no sólo se niega a saludar al Rey en público, mientras por cierto le limpia los borceguíes en privado, sino que además considera que el resto de españoles somos “víboras, hienas y bestias con taras en el ADN”. Imagino, y no creo que me equivoque demasiado, que entre don Felipe y el paleto president de la Generalitat, los organizadores del Mobile Congress no tendrán dudas sobre a quién elegir si desde Zarzuela se les plantease un tan necesario como legítimo y orgulloso: “O ellos o el Rey”.
No es la primera vez que Torra, que por cierto es una autoridad del Estado, se comporta como un macarra. En los Juegos del Mediterráneo de Tarragona no se le ocurrió mejor cosa que negarse a recibir al Rey de España al que, para colmo, minutos más tarde, regaló un libro con fotos de la supuesta “represión” del 1-O, que no fue sino una actuación policial proporcionada frente a un golpe de Estado de manual de Ciencia Política. Claro que el destino le tenía preparada una vendetta de las buenas en el Nou Estadi: una ovación cerrada al himno de España y pitos a él por supremacista, racista y fascista.
La sucesión de afrentas al jefe del Estado se sucede semana tras semana en Cataluña sin solución de continuidad. El día que no queman fotos del monarca, lo cuelgan, metafóricamente hablando, en la plaza de cualquier pueblo de Cataluña con el aplauso del alcalde de turno. Tics fascistoides que esconden el inconfesable deseo de quemar o colgar físicamente a don Felipe, a doña Letizia o a la heredera. Ya se sabe: se empieza asesinando virtualmente a alguien y se termina llevándolo a cabo realmente. Esas armas las carga sistemáticamente el diablo. Cuidadín porque así se inició el Holocausto.
Por no hablar de las innumerables ocasiones en las que se ha declarado “persona non grata” al monarca en plenos de ayuntamientos catalanes y vascos. El de Gerona pasó de las musas al teatro en 2017 y la CUP intentó infructuosamente hacer lo propio en 2018. Y eso que los podemitas se estrenaron fuertecitos en 2015: la primera o segunda decisión que tomó Colau en su calidad de alcaldesa de Barcelona fue retirar el busto de Felipe VI que presidía el Salón de Plenos de la históricamente denominada “Ciudad Condal”.
La indolencia de este Estado estúpido que nos ha tocado sufrir quedó tanto más clara esta semana en la Feria de Arte Contemporáneo (Arco) de Madrid. El año pasado les metieron un gol por toda la escuadra y éste se ha repetido la historia por la idiocia de los organizadores de una muestra organizada como pocas y prestigiada como ninguna. Conviene no olvidar lo acontecido en la edición 2018, cuando un tal Santiago Sierra se convirtió en la estrella de Arco con una obra cuyo título lo decía todo: Presos políticos en la España contemporánea. Una basura artística en la que se elogiaba a los terroristas de Alsasua que a punto estuvieron de matar a los dos guardias civiles y sus novias y en la que se presentaba a Junqueras poco menos que como una versión posmoderna y masculina de Rose Parks, la heroína de los derechos civiles estadounidenses.
De humanos es errar pero de tontos de baba es incurrir sistemáticamente en el error. El indeseable éste de Santiago Sierra la ha vuelto a liar en Arco con una escultura a modo de falla de Felipe VI. La vende por 200.000 euros con condición suspensoria: el comprador ha de comprometerse a quemarla antes de un año. De locos. Si los gerifaltes de Arco e Ifema no son tontos, desde luego lo parecen. Que se emplee dinero de nuestros impuestos (el 62% de Ifema es propiedad de Ayuntamiento y Comunidad) para promover la incineración de nuestro Rey es propio de lo que llevo diciendo toda la columna, de un Estado estúpido, masoca y que pone la otra mejilla para que le apaleen compulsivamente.
Ya está bien. Frente a la legítima libertad de expresión de todos los ciudadanos, el Estado ha de oponer su derecho a reservarse el derecho de admisión. Que invitan al golpista Torra al Mobile, pues yo no voy. Entre un supremacista, racista y feo y un demócrata, moderno y guapo no tendrán dudas a la hora de elegir. Que le cuelgan el cartel de “persona non grata” en el Ayuntamiento del último pueblo de la Cataluña profunda, muy bien, que Hacienda tome nota a la hora de salvar el trasero financiero al alcalde. Que queman fotos o cuelgan muñecos con la figura del Rey, maravilloso, que la Fiscalía y la Abogacía del Estado caigan sobre ellos como un solo hombre y eviten componendas debajo de la mesa. Que un bufón quiere hacer bufonadas con el Rey o ensalzar a golpistas y terroristas, fantástico, que lo haga en una galería privada pero no en un espacio que financiamos todos.
Ni una más. España debe rescatar de una puñetera vez el legítimo orgullo de la segunda nación más antigua de Europa y de una democracia que es la envidia del mundo-mundial por su impecable funcionamiento en estos 41 años. Los mejores, por cierto, de nuestra historia. Que se rían, que provoquen y que falten al respeto a su señora madre o a su señor padre. Pero no a nuestro Rey. A mí no me gustan ellos y ni les niego el saludo, ni los quemo imaginariamente en una hoguera ni los cuelgo ni los declaro «personas non gratas». La tolerancia tiene un límite: el que separa al demócrata del imbécil.