A propósito de la nueva Fiscal General
Los primeros pasos de este Gobierno no pueden generar más que preocupación y desasosiego a todos los que defendemos el régimen de libertades que auspició la Transición y la Constitución de 1978. La desfachatez, la mentira y hasta la chulería se han apoderado de los miembros del Ejecutivo, creando un clima de permisividad que no es admisible en una democracia plena. Así, por ejemplo, en las pocas sesiones de control que llevamos durante esta legislatura, el presidente ha calificado de “confrontación” y “crispación” la exigencia de defensa del orden constitucional y de la igualdad de todos los españoles que se ha realizado desde la oposición. Mientras, los ministros aplauden pese a que, en otro tiempo, algunos de ellos defendieron con determinación la legalidad contra las imposiciones totalitarias, llegando incluso a jugarse su propia vida. Sin embargo, lamentablemente, hoy se erigen en colaboradores necesarios de la afrenta gubernamental.
En este contexto, que incluye la apropiación partidista de las instituciones, el nombramiento de la nueva Fiscal General del Estado supone un gravísimo botón de muestra, nunca asumido con tanta normalidad por algunos sectores que hoy callan, cómplices del agravio. Con carácter previo a las preguntas de los grupos parlamentarios, en su comparecencia ante la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados, la Sra. Delgado leyó lo que la Secretaría Técnica le había preparado, y aludió, no sin razón, al hecho de que por ejemplo en Francia el equivalente a nuestro Fiscal General del Estado sea un director general del Ministerio de Justicia. Sin embargo, la Sra. Delgado olvidó mencionar el art. 124.2 de la Constitución en su totalidad, el cual supedita la actuación del Ministerio Público a los principios “en todo caso” de legalidad e imparcialidad. El sometimiento de la Fiscalía a estos dos principios es consecuencia lógica de la cohabitación de los ciudadanos y los Poderes Públicos en un Estado de Derecho.
Por la propia configuración interna de la Fiscalía española, según su Estatuto Orgánico, el Fiscal General del Estado tiene la capacidad de dar instrucciones concretas en cualquier asunto en los que intervenga un fiscal (a pesar del art. 27 del Estatuto Orgánico, el Fiscal General puede no atender lo sugerido y continuar hacia adelante con su línea de actuación). Así, esta particularidad hace que el nombramiento de la actual Fiscal General contamine la actuación de todo el Ministerio Público, creando una manifiesta ausencia de imparcialidad (no sólo apariencia de imparcialidad, como se ha dicho desde algunas tribunas) sobre el cuerpo, puesto que sus filias y fobias personales, manifestadas públicamente, estarán presentes en todos aquellos asuntos de relevancia pública en los que intervenga cualquier fiscal. En particular, el requisito constitucional de sometimiento al principio de imparcialidad hace que el nombramiento de Dolores Delgado sea contrario a nuestra Carta Magna, ya que no será imparcial alguien que (i) un día se acuesta siendo Ministro de Justicia y al día siguiente se despierta como Fiscal General; (ii) en fechas muy recientes ha vertido soflamas (dando incluso mítines) en favor de un determinado partido político; y, en definitiva, (iii) ostenta un sesgo político que jamás fue escondido u ocultado. Todas estas circunstancias van en detrimento de la credibilidad de una de las principales instituciones vertebradoras de nuestra sociedad y, además, desprestigian el gran trabajo que la inmensa mayoría de fiscales desempeñan en los tribunales cada día, dando lo mejor de sí mismos en un entorno carente de medios materiales y personales.
Este Gobierno nació viciado desde el mismo momento en que buscó y logró el apoyo explícito de los defensores de terroristas y de todas aquellas fuerzas políticas que pretenden acabar no solo con el régimen constitucional, sino con la raíz de nuestra convivencia, esto es, la Nación española. Por tanto, la confrontación política de la oposición debe ser clara y contundente, con unos partidos (PP, VOX y C´s, fundamentalmente) que sometan al Gobierno a un exhaustivo y continuado escrutinio. Y sólo si se superan las rencillas electorales (en muchos casos, personales) para centrarse en lo realmente importante, esto es, la defensa de nuestra convivencia y de nuestra libertad, podremos atisbar la victoria. Así pues, la creación de una estrategia conjunta se hace absolutamente necesaria, en donde todos los partidos constitucionalistas apaguen las luces cortas y se centren en ganar elecciones. Esta es la única manera de deslegitimar al Gobierno y a sus socios preferentes. Y ellos lo saben. Por eso, como termómetro de su debilidad política, observamos cómo la bancada azul frivoliza con chanzas de bajo nivel ante las justificadas acusaciones formuladas desde el otro lado del Hemiciclo. Pero que no nos engañen: las legítimas divergencias programáticas entre partidos no son equiparables al cuestionamiento permanente de las reglas fundamentales sobre las que se funda nuestro Estado social y democrático de Derecho, consagrado en el artículo 1.1 de la Constitución. Es tiempo de apelar a la responsabilidad y altura de miras, pues es mucho lo que está en juego.
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