Oriente no está tan lejos
La dramática situación que se vive en Israel y Palestina no es un conflicto entre Estados. Es un combate internacional entre civilizaciones: la judeocristiana, por un lado; y la musulmana, por otro. Las guerras de religiones son las más peligrosas de todas, pues se ponen en juego las creencias que sustentan todos los valores, la esencia misma del ser humano. Es fácil matar si uno está convencido de que lo hace en nombre de un ser superior que lo va a proteger, y al que se debe en cuerpo y alma. ¿El estado hebreo de Palestina? Vamos a repasar los hechos.
La descomposición del Imperio otomano, a partir de la I Guerra Mundial, supuso cambios drásticos en la configuración política de Oriente Medio. Algunos estados hicieron reformas de sus estructuras económicas y políticas (Turquía, Irán), otros lograron la independencia formal bajo tutela británica (Egipto, Irak) y otros, como Palestina, Siria o Jordania, permanecieron bajo mandato francés o británico. Estos últimos no aceptaron la solución acordada, provocando continuas reivindicaciones del nacionalismo árabe. En paralelo, se descubrieron ricos yacimientos petrolíferos, que convirtieron a la región en estratégica para los intereses de las potencias occidentales. A todo esto, hay que añadir la intención reincidente de constituir un estado judío en Palestina (sionismo).
La diversidad religiosa todavía era irrelevante, pues más del 90% de la población era musulmana, aunque con diferencias internas importantes. Paulatinamente se fueron desarrollando unas ideologías políticas de carácter nacionalista. El nacionalismo árabe, conectado fuertemente al sionismo, se basa en la cohesión religiosa de la comunidad musulmana y la convicción de formar parte de la etnia árabe, con lengua propia.
La II Guerra Mundial aceleró estas tendencias, haciendo del lugar un motivo de confrontación entre las grandes potencias. En 1945, la mitad de la población de Palestina era judía. Comenzó entonces una estrategia de agitaciones y luchas de organizaciones judías contra la presencia británica en Palestina. El objetivo era sustituir el control británico por el norteamericano. Dos años después, la ONU propuso dividir Palestina en dos estados (una parte para los judíos y el resto para los palestinos). En 1948 terminó el mandato británico en la zona. Se proclamó el estado de Israel.
Fue entonces cuando tuvo lugar la primera guerra árabe-israelí. El previsto estado palestino desapareció y su población tuvo que peregrinar por los estados vecinos. El estado de Israel, que había nacido de una guerra, siguió afrontando conflictos. La amarga derrota del 48 trajo consigo la caída de algunos antiguos regímenes. El Oriente Medio obtenía cada vez más importancia en el mapa internacional, llegando a desempeñar un importante papel estratégico en la Guerra Fría. Se fue produciendo una progresiva división del mundo árabe, que dejaba al descubierto el futuro incierto de los palestinos. A pesar de todas las dificultades que tuvieron que afrontar, se proclamó en 1988 un estado, de la partición de Palestina. Tras la guerra del Golfo, la diplomacia norteamericana impuso una salida: Yasser Arafat se instaló en las zonas autónomas de Jericó y Gaza.
La convivencia entre israelíes y palestinos siguió siendo difícil, registrándose de forma permanente conflictos y enfrentamientos que han mantenido desde entonces a la zona en una constante inestabilidad. El antagonismo judío hacia los árabes ha aumentado considerablemente en las dos últimas décadas, desde que Israel viró a la derecha, volviéndose más opuesto a los palestinos.
Actualmente, el debate internacional va más allá de Israel y Palestina. La división de la izquierda es el gran asunto de fondo. Por una parte, está la que aboga por el derecho de los israelíes a defenderse; y, por otra, la que denuncia toda responsabilidad violenta a Israel, aún condenando el ataque de Hamás. Lo que afecta a nuestro país es que ambas izquierdas conforman el Gobierno en ciernes. Reprochamos su tibieza ante el terrorismo palestino; aunque, en realidad, estamos todos muertos de miedo de lo que su actitud implica. Nada de lamentaciones, que cada cual asuma sus responsabilidades. No hacer nada también es una forma de actuar.
Desde fuera, viendo las secuencias en una televisión, mientras estamos sentados calentitos en nuestras salitas de estar, todo es dolor lejano. Una terrible realidad que contemplamos perezosamente; pero, o tenemos cuidado y mantenemos la esencia de nuestra democracia, o vamos a terminar inmersos en un drama parecido y, entonces, no valen las lamentaciones. Nuestra guerra no es de religión, es una guerra social que parte del feudalismo y sus tremendas e imperecederas consecuencias. Quién no quiera entender que no entienda.