El PSOE no falla: ya amnistió en 1938 al abuelo prófugo de Puigdemont
A ver, que no es que uno se crea que desciende de la pata del caballo de Wilfredo el Velloso, primer presidente de la República catalana, al decir de los últimos estudios, los siguientes a los del origen catalán de Colón. Pero tengo razones para estar orgulloso como español de mis ancestros catalanes.
En el árbol genealógico familiar figura mi bisabuelo materno, el general de ingenieros Honorato de Saleta y Cruxent (1844-1915), natural de Calella (Barcelona). Al contrario de aquel que cantaba León Felipe, «¡Qué lástima que yo no tenga un abuelo que ganara una batalla…!», mi antepasado venció una, pero sin pegar un tiro.
En el año republicano de 1873, con apenas un centenar de hombres, fue cercado en la abadía de Muruarte de Reta (Navarra) por toda una división mandada por el general carlista Antonio Dorregaray, quien finalmente levantó el sitio tributando honores a mi bisabuelo y a su compañía por su decisión de no ser los primeros en empañar el historial del Cuerpo de Ingenieros, que nunca se había rendido.
El hermano de mi bisabuelo, Felipe de Saleta y Cruxent (1851-1877), que falleció a los 26 años de la dolencia de los poetas, la tuberculosis, sería uno de los fundadores y colaboradores de la revista La Renaixensa, órgano del movimiento cultural catalanista del mismo nombre que promovió la reivindicación del catalán como lengua literaria.
Y sí, estoy orgulloso como español de mis ancestros catalanes. Como lo estoy de su mezcla con ascendientes navarros, castellanos o montañeses, fruto de los vaivenes de la historia en minúscula de las vicisitudes familiares y también de los cursos de la Historia en mayúsculas vividos y sobrevividos junto al resto de compatriotas.
Me acuerdo de mi ancestro, el poeta de La Renaixensa a propósito del uso de las lenguas catalana, vasca y gallega en el Congreso, una maniobra para distraer el foco de los tejemanejes con los que pretenden acelerar el derribo del pacto constitucional de 1978 y cercenar las libertades de los españoles, empezando por la libertad de decidir entre todos el destino de nuestra propia nación.
Las lenguas catalana, gallega y vasca son una incuestionable riqueza cultural para todos. Pero son lenguas oficiales, españolas, solo en sus regiones de acuerdo con sus estatutos, como señala la Constitución en su artículo 3. El resto es meterse en jardines, de los que parece gustar tanto la nueva presidenta del Congreso.
Ojalá que en cualquier región española puedan ejercer plenamente sus derechos los que hablan el castellano, con tanta igualdad de condiciones como la que se pretende en la Carrera de San Jerónimo. Porque esta medida anunciada a capón, por premiar un puñado de votos, está básicamente pensada para seguir perjudicando esos derechos y cuestionando la Constitución que los proclama al establecer que «el castellano es la lengua española oficial del Estado» y que «todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla».
Esta propuesta pretende sobre todo convertir el Congreso en sede de una supuesta soberanía plurinacional, para dar por fragmentada y disuelta la que nos representa a todos los españoles y a nuestros lazos comunes, como es el español en el que todos nos expresamos y nos entendemos, incluidos sus señorías. De la posible amnistía a los implicados en el golpe contra el orden constitucional, qué vamos a decir. Pero como mera curiosidad histórica apuntaré que ya un jefe de gobierno socialista, Juan Negrín, amnistió en 1938 al abuelo prófugo de Puigdemont.
La historia de Francisco Puigdemont Padrosa, pastelero de Amer (Gerona), es ya sabida. La contó en detalle la gran periodista Leyre Iglesias en El Mundo. También es conocida la suerte de su abuelo materno, Carlos Casamajó Ballart, exiliado en Francia al terminar la guerra, y desaparecido en 1943 sin que se supiera más de él.
Como tantas familias españolas, las de Puigdemont, que habían sufrido las consecuencias de la guerra por uno y otro bando, restañaron las heridas que había abierto el odio y el enfrentamiento promovido por los políticos. Parece que las lecciones del pasado no sirven para nada.
A principios de 1938, ante su inminente llamada a filas por el Ejército Popular de la República, Francisco Puigdemont cruzó a Francia por los Pirineos para que no lo reclutaran y después entró en la zona nacional, instalándose en Benaocaz (Cádiz), donde su cuñado era el cura. Lo que nadie ha contado es que el abuelo de Carles, como tantos otros en su situación, fue objeto de una amnistía para desertores y prófugos de filas decretada por Negrín el 16 de agosto siguiente, una vez comenzada la sangrienta batalla del Ebro, con el fin de paliar la falta de efectivos del Ejército Popular.
Los que se acogieron a esta amnistía fueron llamados la «quinta del monte», porque muchos habían estado escondidos en él. El abuelo de Puigdemont se quedó en la zona franquista. Volvió a su pueblo en 1940, donde retomó el negocio de la pastelería y nacería su nieto Carles veintidós años después.
A ver cómo termina esta vez esta historia, ante el horizonte hipotético de una nueva amnistía por parte de otro jefe de gobierno socialista a otro Puigdemont desertor, pero en este caso de sus deberes constitucionales. ¿Quién habló de «mayoría de progreso» si parece que solo avanzara dando vueltas en círculo?