Los muertos de Franco

Los muertos de Franco
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Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que cientos de prisioneros fueron condenados a picar piedra en el valle de Cuelgamuros. Durante casi veinte años, las aciagas décadas de los años 40 y 50 del siglo pasado, estos condenados dejaron su aliento para edificar el monumento más macabro y grotesco de la dictadura. El Valle de los Caídos se levanta amenazante a los pies de la sierra de Guadarrama, su figura imponente asusta desde la lejanía, incluso aún se atisba parte del poder que ese montón de piedra tallada ostenta al llevar a los tribunales a Dani Mateo y el Gran Wyoming por mofarse de la fealdad del monumento.

Estos días, el megalito vuelve a la actualidad por la posible salida de los restos de Franco. Conviene recordar a los que piden no remover el pasado y mirar hacia el futuro, que la base de la construcción de un porvenir más sano para todos es hacer que cada uno de los muertos descanse en paz. En España, y esto no pasa en ningún otro país del mundo civilizado, hay más de 114.000 cadáveres sin identificar ni recibir sepultura por parte de sus familiares, muchos hacinados en fosas comunes y el resto esparcidos entre las cunetas de esta España nuestra. Por eso, por tanto olvido, por tanto pasar página y no mirar atrás es por lo que no desaparece el dolor ni la injusticia. Por eso a los familiares de los desaparecidos les duele que lo que se vende como un megalito destinado a honrar a los caídos en la Guerra Civil Española, es realmente el más pútrido estandarte del holocausto llevado a cabo una vez finalizada la guerra.

El Valle de los Caídos no es una tumba de un jefe de estado al uso, como pueda ser la de Napoleón o tantos otros. Allí, bajo aquella espeluznante cruz, se rinde culto a la figura de un dictador, y su sepulcro está montado sobre una fosa común de más de 30.000 cadáveres, algo insólito en la Europa de la que tanto nos gusta fardar en estos tiempos a los españoles. Sacar los restos de Franco tal vez ayudaría a bastante gente a mirar hacia Cuelgamuros de otra manera; mirar para no ver el fastuoso panteón de un tirano, sino únicamente una construcción que nos recuerde lo amargo de nuestro pasado más reciente, a modo de lección de historia para unos y otros.

Los desaparecidos seguirán en las cunetas hasta que un Gobierno responsable equilibre el sufrimiento de las familias haciendo, al menos, el intento de reparar una pequeña parte del dolor con la búsqueda de sus seres queridos. Pero no parece que vaya a ser pronto. García Lorca, el más célebre desaparecido del siglo XX, entendió muy bien lo que iba a pasar, antes incluso de haber sucedido: “Comprendí que me habían asesinado. / Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias, / abrieron los toneles y los armarios, / destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro. / Ya no me encontraron. / ¿No me encontraron? / No. No me encontraron”.

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