De la mayoría silente y el Estado ausente

De la mayoría silente y el Estado ausente

De un lado, el equipo de los “Unionistas” —el calificativo me horripila, pero acepto pulpo como animal de compañía a los efectos de este artículo—. Del otro lado, el de los “Secesionistas” —este calificativo, en cambio, les cuadra como anillo al dedo a los interfectos—. Los primeros, armados del sentido común, la razón, la legalidad y toda la maquinaria del Estado. Los segundos, esgrimiendo algo tan pobre como  mentiras, demagogia, desplantes, amenazas e incumplimientos. Detrás del equipo “unionista”, millones y millones de seguidores catalanes y del resto de España. Detrás del equipo “secesionista”, tan sólo una panda —además, cada vez más menguante— de hooligans chillones, lenguaraces, faltones, fanáticos y aprovechados. Eso sí, capaces de engatusar a no pocos cándidos.

Pues bien, a pesar de la desproporción abismal de medios, razones y valores, el partido lo iba ganando el equipo “secesionista”. No porque fueran más ni mejores o desplegaran mejor juego, no. Simplemente iban ganando el partido por incomparecencia del rival; porque la mayoría silente se daba la mano con un Estado ausente. Los unos callados y los otros pasmados. Ambos pensando, todavía cómodamente sentados en los confortables bancos del vestuario, que este partido era nuestro simplemente porque jugábamos mejor, pero olvidando que, aún cuando eso fuera cierto —que lo es—, hay que salir al campo a demostrarlo, estando  dispuestos a encajar goles y hasta patadas, pero también comprometidos con la defensa del espíritu y los valores de nuestro club.

El primer tiempo del partido ha durado demasiado: cinco años. Cinco años de mucho silencio y poca actividad, de exceso de prudencia y falta de decisión. Cinco largos años en los que los “secesionistas” crecidos han campado por sus respetos en el terreno de juego, convencidos de que la carencia de réplica equivalía a tener razón, saboreando ya las mieles de un triunfo inmerecido pero que sentían como inmediato, sin darse cuenta de que no habían vencido sino que simplemente iban ganando, provisionalmente, por ausencia del rival. Error de cálculo —inicial— de unos; error de cálculo —final— de los otros. Cuando por fin el Estado se da cuenta de que el exceso de prudencia puede ser sinónimo de irresponsabilidad y la sociedad se percata de que su espeso silencio puede ser interpretado como  complicidad, entonces llega la hora de ajustarse las medias y los machos, bailar una haka maorí y salir al campo a jugar el partido. A defender los valores y el bienestar que tanto le ha costado alcanzar a esta sociedad; a atajar las arbitrariedades, desmanes  y pasadas de frenada de la tropa secesionista.

En ese momento, los secesionistas comienzan a protestar porque no se les permite seguir jugando el partido en solitario. Y comienzan a quejarse amargamente de que se atajen y persigan sus manifiestas conductas ilegales con el imperio de la ley —¡Menuda osadía aplicarnos el Estado de Derecho. Habrase visto!—. Y comienzan a ponerse nerviosos cuando  se demuestre la falacia de sus innumerables mentiras y tergiversaciones. Por ejemplo el celebérrimo «España no roba». Ni existe el derecho a decidir caído del cielo, ni Cataluña ha existido en la vida ni en la Historia como nación. Y, por debajo de esa apariencia de revolucionarios bondadosos y sonrientes, aparecen sus auténticas personalidades de un fanatismo miope, una intolerancia cerril, un desvergonzado afán hegemónico y un autoritarismo feroz. Por aparecer su verdadera personalidad, hasta llegan a mostrar su lado más cobarde. No lo olvidemos: cuando la mayoría deja de ser silente y el Estado deja de estar ausente, comprendemos que no basta con saberse más y mejores y de verdad salimos todos al terreno de juego —como parece que comienza a ser— dispuestos a recibir, pero también a dar. Es cuando el rival se va empequeñeciendo en su miseria moral y entones sí, podemos empezar a entonar al unísono, bien alto y bien orgullosos que “este partido, lo vamos a ganar”.

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