El manifiesto del torito guapo

Lo firmaron más de cien figuras de la cultura y la política española. Nombres tan reconocibles como Almodóvar, Serrat, Ana Belén, Rosa Montero o Buenafuente… fingiendo valentía mientras blindan su asiento en el reparto de prebendas. En él se advierte de una conspiración para derribar al Gobierno y se pide que no se cuestione a Pedro Sánchez mientras no haya sentencias firmes. Es decir, que los españoles no pidan cuentas, no incomoden, que no respiren fuerte, que el presidente necesita estabilidad: como ese torito guapo de la canción del Fary, al que nadie debía molestar ni provocar porque es sensible, porque pobrecito, ya bastante hace con salir al ruedo cada día.
La metáfora es preciosa. Hay algo de plaza de pueblo en estos gestos de adhesión: la cuadrilla de firmas ilustres desplegando su capote para proteger al animal sagrado. Pero en este caso, el toro no es un símbolo de bravura, sino un mamotreto abastecedor. El más caro y sobredimensionado de la democracia, con más asesores a dedo que lunares en la feria de abril. Ahí están los Koldos, las esposas, amantes y profesionales del amor, las de Ábalos, las amigas de Begoña Gómez instaladas en despachos de confianza con nóminas que harían llorar a un cirujano plástico.
El problema no es que un grupo de creadores se moje políticamente. Eso es legítimo y saludable en una democracia. El problema es la textura de ese apoyo. No es una reflexión incómoda, ni un gesto de libertad; es la rúbrica de quienes saben que sus nombres orbitan desde hace años alrededor de presupuestos públicos, galardones, consejos asesores, festivales con subvención y teatros nacionales. Es la firma de quienes han hecho de la ideología su mecenas.
El manifiesto afirma que España, con este Ejecutivo del que no desean explicaciones sino opacidad, va mejor que nunca (es obvio que ellos no comparan precios en la frutería). Pero nuestros virtuosos de la financiación pública insisten en que vivimos en una Arcadia administrada por un gobierno ejemplar. ¿Ejemplar en qué? En dimensiones mastodónticas, en nóminas infladas, en la multiplicación bíblica de cargos sumisos… Y mientras tanto, la cultura institucional sigue girando sobre sí misma, como un tiovivo de becas, viajes y premios que se reparten ellos mismos.
¡Qué descaro! Incluso para los privilegiados de Sánchez. Ante el panorama de corrupción, sordidez, mentira y machismo extraordinarios, continúan gritando «olé» ante cada escándalo…
Lo elegante, lo inteligente, lo justo—lo mínimamente decente— sería que incluso sus votantes, que sobre todo ellos, les exigieran cuentas. Porque la situación no es para poemas laudatorios, sino para dimisiones.
Y cada uno de los que rubrican, aunque no lo diga, lo sabe, que lo suyo es más estrategia personal que pasión republicana. Conocen que, en este país, la cultura no es una trinchera, sino una estación de servicio donde se repostan gratificaciones constantes que podrían acabarse.
No hacen arte, hacen lobby. Aunque resulta casi poético que en un país donde la gente hace malabares en la cola del súper quienes firman ese texto vivan a salvo de esas preocupaciones gracias a un ecosistema de ayudas y proyectos públicos, acomodados en el palco oficial, que pagamos todos, brindando por un Gobierno que confunde administración con herencia. Pero ellos, con gesto solemne, insisten: es nuestro torito guapo.
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