Majestad, van a por usted

Majestad, van a por usted

El Rey y su padre tienen muy presente en sus augustas cabezas Cartagena. “Cartagena, Cartagena, Cartagena”, retumba en su masa cerebral cada dos por tres por razones que, a cualquiera que conozca mínimamente la historia de España, le resultan perogrullescas: fue allí donde en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1931, Alfonso XIII embarcó en el crucero de la Armada Príncipe Alfonso rumbo a un tan incierto como errante exilio que acabaría instalándole de manera definitiva en Roma, donde por cierto vino al mundo Don Juan Carlos.

El exilio siempre ha sido visto por Juan Carlos I como una posibilidad, entre otras razones, porque en España tendemos a repetir los peores momentos de nuestra historia porque somos olvidadizos por naturaleza. Por eso, cual salvoconducto financiero, y porque obviamente le gusta el dinero más que a un tonto un lápiz, ha acumulado fuera de nuestras fronteras un capital que algunas de las revistas económicas más prestigiosas del mundo (véase Forbes) cifran en más de 1.500 millones.

Don Felipe es todo lo contrario que su padre: le gusta el dinero lo justo o menos, es de una austeridad encomiable. Para muestra, un botón: cuando avejentan sus zapatos, no se compra otros nuevos sino que les pone suelas y tapas para alargar su vida útil hasta el paroxismo. Lo mismo sucede con los cuellos y los puños de sus camisas. Cosas de la educación militar y del influjo de Doña Sofía. Pero también porta en su ADN ese miedo escénico a que los larguen a un exilio que acabaría con la institución para siempre y la dejaría reducida a una suerte de mito y poco más. Como los carlistas que hace casi 200 años dejaron de ser algo y alguien y aún lo rememoran. Eso sí, tienen hasta su propio heredero al trono, Carlos Javier de Borbón-Parma, una broma como otra cualquiera que provoca la carcajada cuando no la ternura.

Estemos en contra de la monarquía, estemos a favor, sólo un ciego mental puede negar que la institución que ahora encarna Felipe VI ha sido una buena inversión para los españoles. Salvando las evidentes y enormes distancias, tan sólo durante el turnismo España ha experimentado tanta estabilidad, tanta prosperidad y tanta modernidad, curiosamente, con otros dos reyes, Alfonso XII y Alfonso XIII. La España fratricida, la de la Pelea a garrotazos de Goya, pasó a mejor vida con el reinado de un Juan Carlos I al que le podemos discutir muchas cosas, yo el primero, pero no el éxito de una Transición de la dictadura a la democracia que salió a las mil maravillas y es modelo a seguir en todos esos países que padecen autocracias, dictaduras o dictadurísimas.

Pero hoy, con Pedro Sánchez al mando ejecutivo de la nación, las incertidumbres por no decir los riesgos para la Corona se han multiplicado exponencialmente. El secretario general socialista no es el jefe del Estado pero se comporta como tal. Su dribling modelo Messi para colocarse al lado de los Reyes el 12 de octubre del año pasado no fue, en contra de lo que pueda parecer, un lapsus o una paletada de presidente primerizo. No. Simplemente, le traicionó el subconsciente. Él quiere reducir la esencia y la presencia de los Reyes al mínimo minimórum. En definitiva, ir limando las funciones institucionales del monarca para que quede como una figura decorativa y la población acabe pidiendo el fin de la monarquía por su “inutilidad” y su “nula rentabilidad”. Este entrecomillado no me lo invento, ha salido de la boca de un distinguido socialista antaño amigo de Sánchez que está horrorizado con lo que está pasando.

Los últimos acontecimientos confirman todo cuanto suscribo. El 12 de noviembre el presidente en funciones se pasó por el forro de sus pelendengues el artículo 99 de la Constitución, que prescribe esa ronda de consultas que reserva al Rey la facultad de proponer candidato a la investidura. Aquí fue la gallina antes que el huevo. Con un par, Pedro Sánchez anunció su acuerdo con el comunista Iglesias menos de 48 después de las elecciones y con Felipe VI en Cuba, adonde lo había mandado el Gobierno en una decisión sibilina que obligaba al monarca a blanquear la dictadura del tándem formado por Castro y Díaz-Canel en contra de su voluntad. Mala baba por partida doble.

En un caso similar, el de 1996, las cosas se hicieron bien. Respetando al 1.000% la letra y el espíritu de la Carta Magna. Aznar ganó las elecciones el 3 de marzo, el Rey Juan Carlos lo propuso el 12 de abril y fue entonces cuando el presidente popular se puso manos a la obra a recabar apoyos. Dos semanas después, el 27 de abril a las diez menos cuarto de la noche, se anunció el Pacto del Majestic, cerrado en el famoso hotel de la familia Soldevila en el Paseo de Gracia. Rodrigo Rato y el convergente Joaquim Molins fueron los encargados de comunicar la fumata blanca. El 4 de mayo Aznar fue proclamado cuarto presidente de la democracia. Así es como en rigor, sin chulearse de la ley ni del Rey, se hacen las cosas.

No quedan ahí las cobras institucionales del presidente al inquilino de La Zarzuela. La última la vivimos a principios de esta semana cuando fue excluido de la inauguración oficial de la Cumbre del Clima, a la que curiosamente sí asistieron 50 jefes de Estado. Es decir, todos menos el anfitrión que, por muchas milongas que nos cuenten, es España y no Chile. Tres cuartos de lo mismo sucedió en la cena del pasado lunes 2. Ni Don Felipe ni Doña Letizia existieron. La cuadratura del círculo llegará el viernes 13: tampoco ha sido convocado. De coña. ¿Acaso Felipe de Borbón y Grecia es el botones de Pedro Sánchez?

El cabreo de Zarzuela es ya indisimulado. La Casa del Rey se ha negado a caer en la última trampa que les había tendido nuestro primer ministro con ínfulas de jefe de Estado: mandarlos a la toma de posesión del peronista Alberto Fernández como presidente de la República Argentina el próximo martes. Lo cual tiene bemoles teniendo en cuenta que el viaje que le querían endosar se iba a desarrollar precisamente los días en los que el jefe del Estado debe acometer la ronda de consultas para digitar al aspirante a la investidura.

Con todo, lo peor no son las ansias megalomaniacas de Pedro Sánchez, sino los compañeros de viaje que ha escogido para una nueva aventura que nos llevará directitos a un cambio de régimen. Su vicepresidente in péctore, Pablo Iglesias, al que los malévolos llaman El Chepas, lo pudo explicitar más alto pero no más claro en un vídeo grabado en su programa financiado por la tiranía iraní de los ayatolás. “La guillotina es la madre de la democracia”, apuntaba extasiado Iglesias mientras ponía como ejemplo el de Luis XVI. Un Iglesias que en 2018 escribió un artículo en El País exigiendo la abolición de la monarquía. Su pareja, la más que probable próxima ministra de Igualdad, esa explotadora llamada Irena Montera, fue tanto más clara en twitter allá por 2013: “Felipe no serás Rey. Vienen nuestros recortes y serán con guillotina”. Que Dios le conserve la vista porque ni un año después Felipe VI sucedía a su padre.

El elenco se completa con una ERC que da golpes y quiere la independencia a las bravas, un Puigdemont que directamente ha echado al Estado de Cataluña y un Otegi cuya banda terrorista intentó asesinar al Rey en varias ocasiones, la última en 1995 cuando tuvieron en el punto de mira al padre de Felipe VI en el mallorquín Porto Pi. Que nadie se engañe. Esta gentuza quiere un nuevo régimen porque es consciente de que nunca ganarán las elecciones, menos aún con mayoría absoluta. Quieren abrir un periodo constituyente para establecer unas nuevas reglas de juego en las que la pluralidad brille por su ausencia, el pensamiento único sea la marca de la casa y la independencia judicial pase a mejor vida, asesinato de Montesquieu de por medio. Más o menos, lo que sucedió en Venezuela con las consecuencias conocidas por todos. Exactamente lo mismito que aconteció en España con una Segunda República que empezó como una ilusión y concluyó como la mayor pesadilla de nuestra historia con una Guerra Civil que desembocó en una dictadura.

¿Por qué cambiar algo que funciona razonablemente bien?, me pregunto a título de corolario. Uno pensaba que el fin de la monarquía podría sobrevenir en 50 ó 100 años, que los que nacimos en el siglo XX no viviríamos para contarlo. Que sería cosa de nuestros nietos o bisnietos, de unas nuevas generaciones que no entienden por qué la Jefatura del Estado se dilucida por fecundación y no por elección. Pero ahora contemplo, mitad estupefacto, mitad horrorizado, cómo el proceso se está acelerando de tal manera que puede ser una realidad en un lustro, una década, dos como mucho. Para terminar recuerdo la frase que soltó Alfonso XIII cuando fue botado con métodos inequívocamente expeditivos el 14 de abril de 1931: “Espero que no habré de volver, pues ello significará que el pueblo español no es próspero ni feliz”. Ojo al dato porque es lo que sucedió. Los españoles recuperamos la sonrisa y la prosperidad el día en que su nieto romano y el abulense Adolfo Suárez nos dieron la oportunidad de regalarnos la Constitución. Pues eso: si queremos otra tragedia, acabemos con el único elemento vertebrador que nos queda.

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