Apuntes Incorrectos

Madrid, esa gran taberna de Ayuso y de España

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Una de las frases que más me gustan de Winston Churchill, y mira que hay muchas y bastante más hondas, es esta: “Champagne, champagne, siempre champagne. En la victoria porque lo merezco, en la derrota porque lo necesito”. En mi casa habíamos comprado champagne sin prudencia para celebrar en uno u otro sentido el resultado de las elecciones de Madrid. Incluso habíamos comprado mis hijos y yo un billete de avión por si acaso, por si ganaban los malos. Siempre conviene ser precavido porque, como bien se ha encargado de señalar la prensa progre, lo que se jugaba en este trance fatal eran dos modelos de sociedad.

El primero es el que hemos tenido en España hasta la fecha, promovido por los socialistas y la izquierda en general, sin que el PP haya logrado sacudir de encima la pesada losa. Es un modelo que, con el pretexto de defender a las clases más desfavorecidas, las perjudica gravemente. Que a duras penas puede exhibir un crecimiento magro de la producción, que bate el récord de paro de todos los países desarrollados, que posee el estigma del desempleo juvenil más lacerante de nuestro entorno, que ha sido incapaz con sus sucesivas leyes sobre la educación de obtener resultados dignos de ser comparables a los de las naciones de nuestro entorno. Que es un modelo en resumen que apuesta por la presencia ominosa del Estado en la vida civil, por el aumento de la presión fiscal, por la prevalencia del sector público y por la desaparición de cualquier incentivo al mundo de la industria, del comercio, de la empresa y del desempeño individual.  Y para más inri, que no ha sabido evitar que seamos uno de los lugares con más muertos por la pandemia, con un ritmo de vacunación más lento y con la mayor destrucción de tejido productivo nunca vista desde la guerra civil.

En el bando de los malos estaban, y están, los que quieren freír a impuestos a las clases trabajadoras -ahora con la última ocurrencia de castigar a los miles de matrimonios que hacen la declaración conjunta del impuesto de la renta-, los que dicen apostar por la sanidad pública, pero se han dedicado en cuerpo y alma a boicotear el hospital Isabel Zendal, los que aseguran que quieren impulsar la educación cuando lo que de verdad persiguen es el igualitarismo extremo en los resultados académicos -dañando a los más desvalidos-, y los que afirman su deseo de impulsar más viviendas entorpeciendo el juego de la iniciativa privada y proponiendo un control de los alquileres que no ha dado resultado en ningún lugar del mundo, y que incluso en Alemania ha sido declarado inconstitucional.

Ya que esta campaña, por expreso deseo de la izquierda de Pedro y de Pablo, se ha escorado hacia el dilema entre la democracia y el fascismo, habrá que aclarar de una vez por todas que no hay corriente ideológica que tenga una vinculación más estrecha con el fascismo que las enarboladas por la izquierda. Porque, como muy bien ha explicado mi amigo el economista José Luis Feito, el fascismo aspira a liquidar el capitalismo y la filosofía liberal que lo sustenta. Como el socialismo de Sánchez y el comunismo de Iglesias. Su esencia es supeditar el uso y el control de la propiedad privada al interés de la colectividad -según lo defina el gobierno de la nación-. Para estos dos personajes funestos de la historia de España, igual que para los nazis, la clave de sus políticas es la subordinación del individuo a la colectividad, y de las reglas del mercado al albedrío de unos líderes supuestamente imbuidos de la verdad revelada, algo que podría ser respetable si la evidencia empírica no hubiera demostrado con insistencia que carcome la prosperidad de las sociedades allí donde se implanta.

Pero lo que no podía esperar el socialismo enardecido y soberbio de Sánchez ni tampoco el comunismo antisistema y violento de Pablo Iglesias es que surgiera en Madrid una líder como Isabel Díaz Ayuso, una señora humilde, discreta, sin patrimonio, pero con una determinación granítica en defensa de otro modelo de sociedad, de una comunidad abierta y libre que apuesta por el sector privado y por la gente que madruga y que aspira a llevarse a casa la mayor parte posible del fruto de su trabajo. Una señora sin complejos, dispuesta a dar siempre la cara y a aceptar cualquier órdago, por envilecido que esté.

Para combatir a este inesperado animal político, sus enemigos no han tenido peor idea que insultar reiteradamente a los madrileños. El primero fue Sánchez desde el principio de la pandemia, que Ayuso ha gestionado mucho mejor, logrando conciliar el cuidado de la salud con el pulso económico necesario para no dejar en la estacada a nadie. Usando el lenguaje manoseado e impropio del adversario -que ha incumplido con su palabra-, “para no dejar a nadie atrás”. Esto no se ha observado igual en sitio alguno de España, y casi me atrevería a decir que de Europa como en Madrid, y tiene mucho que ver con la habilitación en tiempo récord del recinto del Ifema y luego, desde la nada, con la construcción acelerada del hospital Zendal. Mi amiga socialista Sacramento todavía cree que esta chica, es decir, la reelegida presidenta de Madrid, es tonta porque en París el señor Macron tiene cerrada toda la ciudad desde hace más de un mes. ¡No querida! El tonto es Macron, y esto es lo que han decretado el martes los madrileños y todos los medios de comunicación europeos que llegan a la capital para ver cómo se ha producido el milagro que tanto inquieta el petimetre que tenemos instalado en La Moncloa.

Pero el insulto definitivo y letal para la izquierda ha sido su empeño en retratar Madrid como una gran taberna. ¿Cuándo ha dejado de serlo? ¿Pero es que estos señores tan presuntamente cultos todavía no han leído el libro magno de Díaz-Cañabate ‘Historia de una taberna’? A la puerta de la tasca de Antonio Sánchez acudían los chavales alborozados para ver salir al dueño vestido de luces los días de corrida. En aquella taberna, como en todas las de Madrid, llena de conversaciones desordenadas, versátiles, alocadas, alegres, tristes, cultas, ignorantes o patosas se siente hoy como ayer el pulso de la ciudad, la vida misma, las ganas de disfrutarla. Esto es algo que jamás entenderá Sosoman Gabilondo, que vino a decir hace unos días que la libertad es algo mucho más notorio que la libertad de tomar algo. Y tampoco el presidente del CIS, José Félix Tezanos, un vulgar lacayo sin escrúpulos que ha destrozado el prestigio de la institución que dirige obligando a sus subordinados a vulnerar su particular ‘juramento hipocrático’.

Según Tezanos, la victoria de Ayuso ha sido la de una sociedad tabernaria, de bares, restaurantes y otros establecimientos similares destinados, en mi opinión, a provocar la felicidad del género humano, donde apenas tiene cabida el resentimiento ni la pena. Es la misma desorientación que la de aquellos que afirman con pesar impostado que España es un país de camareros, humillando entre otras cosas al turismo, que es el sector más importante de la economía y la primera potencia del país, y que ahora quieren cambiar por el ecologismo, los coches eléctricos, la rehabilitación de viviendas y demás retahíla de ocurrencias sin grandeza ni fruto destacable. Al que niegan las ayudas que precisa con urgencia. No hay algo que me irrite más que este desprecio tan profundamente elitista hacia  la gente productiva y corriente. Y así lo ha apreciado el noble pueblo de Madrid, que no soporta la chulería, porque es más chulo que nadie.

La victoria implacable de Ayuso, el buen resultado de Vox, son una afrenta a Sánchez y sobre todo un enorme desafío. Confrontados dos modelos de sociedad, dos modos de ver la vida y sobre todo de disfrutarla, ha ganado el bueno. Esta ha sido una derrota sin paliativos del ‘sanchismo’ y por eso mismo en mi casa bebimos champagne a discreción y llamamos a la agencia de viajes para que cancelara los billetes de avión. Todavía hay esperanza de que este país se desembarace de la peste bíblica que nos ha traído el inoportuno, mezquino y mendaz inquilino de la Moncloa.

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