La lucha contra el machismo como principio absoluto

La lucha contra el machismo como principio absoluto

La nueva izquierda es maestra en crear pánicos morales entre la población con emergencias de toda laya y condición. La emergencia lingüística, por ejemplo. O la emergencia climática. O el «nos están matando» tras cada asesinato de una mujer a manos de su pareja o expareja. O el «nos están violando», como si detrás de cada uno de estos execrables crímenes contra una mujer conspirara una organización terrorista compuesta por machirulos alimentados por un odio infinito hacia las mujeres que sólo desea exterminarlas en serie. «Terrorismo machista», lo llaman en sus pancartas, como si todos los hombres actuaran concertados como un solo hombre con un único fin, como una manada que, a modo de las SS hitlerianas, un comando de Hamás o la ETA, prepararía, organizaría y perpetraría asesinatos de mujeres por el simple hecho de serlo.

¿Qué nos ofrecen a cambio todas estas ideologías en caso de obedecer a pies juntillas los consejos de sus apocalípticos profetas? Un imposible, al menos a la vista de lo que ya nos han ofrecido, es decir, en vista de los resultados obtenidos por sus políticas. Sin embargo, estas almas bellas del progresismo pretenden que no juzguemos sus políticas por los resultados sino por las buenas intenciones que les animan. En realidad, estas almas caritativas convertidas en los nuevos sacerdotes de la moral viven de eso, de confrontar la realidad imperfecta en la que vivimos con la perfección del Ideal que proclaman.

La izquierda es tremendamente reacia a hacer rendición de cuentas, a levantar acta de los frutos de sus políticas catalanistas, ecologistas, feministas o multiculturalistas en base a objetivos temporales y medibles. Temporales y medibles, repito, no eternos y absolutos. La rendición de cuentas cuantificable y acotada en el tiempo, así como el riesgo al fracaso, los dejamos para los empresarios desalmados y codiciosos. No para los idealistas de salón y cátedra que quieren «transformar el mundo» a los que tenemos que dar, ¡sólo faltaría!, un plus de confianza, máxime si subvenimos la búsqueda de sus ideales con dinero público que, como sabemos, no es de nadie y además es infinito para todas estas almas bellas que viven a costa de nuestros impuestos.

No queda aquí la cosa. Las políticas de todas estas almas bellas que se desviven en reeducarnos para que dirijamos todos nuestros intereses y esfuerzos al Bien que predican, no sólo tienen que rendir cuentas en base a sus resultados, también están legitimadas para arramblar con cualquier principio de derecho o procedimiento legal, a todas luces bagatelas intrascendentes frente a la trascendencia y la importancia del fin que persiguen. La igualdad ante la ley, la presunción de inocencia, el derecho al honor o la responsabilidad individual son arramblados de un plumazo y sin concesiones, capitidisminuidos ante la magnitud del magnífico fin que se persigue: erradicar el machismo. Todo vale en la lucha contra el machismo, convertido en el principio absoluto por antonomasia frente al cual todo lo demás es secundario y de importancia relativamente menor.

Tal vez esta insistencia patológica de políticos, maestros y periodistas en su denodada lucha contra el machismo tenga algo de cortina de humo para desviar la atención a la vista del escaso éxito de sus políticas de igualdad que se llevan implementando desde hace dos décadas. Las políticas de igualdad desarrolladas a partir de la Ley Integral de Violencia de Género (2004) no han conseguido «erradicar» (un imposible, en realidad), ni siquiera rebajar ostensiblemente el número de víctimas por violencia de género, tal como se esperaba. Es más, a tenor de los datos oficiales ofrecidos por el propio Ministerio de la Igualdad y el Ministerio de Interior, el número de mujeres asesinadas a manos de sus parejas sentimentales, lejos de descender, está aumentando. Dos décadas de políticas de igualdad no parecen haber dado el fruto esperado.

Tal vez falló el diagnóstico inicial, tal vez la ceguera voluntaria de su ideología que impide cualquier diagnóstico certero antes de aplicar alguna terapia efectiva. Para el feminismo de género (o de igualdad) que, a diferencia de otros países, se importó en España gracias al PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero, el maltrato contra las mujeres hunde sus raíces en un sistema estructuralmente (subrayo lo de estructuralmente) machista dominado por el patriarcado de los heterosexuales. No es ideología, dicen sus activistas, es pura ciencia.

En realidad, la izquierda siempre ha pretendido disfrazar sus ideologías de científicas como argumento de autoridad para los ignaros e indocumentados que son sus presas favoritas. La superstición marxista era para la izquierda nada menos que socialismo científico que aspiraba a descubrir -incluso creían haberlas descubierto- las leyes universales de la historia, así como sus leyes económicas basadas en auténticos dislates como las falaces teorías de la plusvalía o de la explotación, como ha demostrado la ciencia económica. En su miseria historicista, el marxismo estaba destinado no sólo a explicar las fases de la historia sino, como buena ciencia, a predecir el futuro. Pura arrogancia intelectual… con terribles consecuencias, como sabemos.

La ideología de género se basa en creer la falsedad de que todas -no algunas, ¡todas!- las mujeres que son maltratadas y agredidas lo son por el mero hecho de ser mujeres. El feminismo aspira a que las mujeres maltratadas o asesinadas sean víctimas con un estatus homologable a los judíos del Holocausto o los recientemente caídos a manos de Hamás el pasado 7 de octubre, a los religiosos católicos que cayeron a manos de los frentepopulistas en la Cataluña de Lluís Companys de 1936, a las élites polacas en Katyn, a los señalados como burgueses antes de ser liquidados por los comunistas en la Unión Soviética. Las víctimas judías, católicas, polacas y burguesas fueron exterminadas indiscriminadamente por el mero hecho de ser judíos, católicos, polacos con estudios o burgueses. No habían hecho nada como individuos pero eran culpables porque el grupo al que pertenecían era el enemigo a batir. No se podía hacer una tortilla, decían sus asesinos, sin romper ningún huevo. El feminismo de género aspira a esta misma condición de víctima, a la de la víctima indiscriminada que lo es por pertenecer a un grupo maldito: el de las mujeres.

Más allá de todo dato empírico y al margen de cualquier atisbo de racionalidad crítica, el feminismo de igualdad sigue descartando cualquier otro origen causante del maltrato o la violencia contra las mujeres que su condición de mujeres. El hombre es un maltratador en potencia al que se debe negar la presunción de inocencia, al que se invierte la carga de la prueba en las denuncias por violencia de género y que, por su maldad y deseo de dominio intrínsecos, es merecedor de un trato discriminatorio en el código penal y en la jurisdicción penal con tribunales especiales para sus horrendos crímenes. Los efectos del viogenismo están a la vista de todos. Si bien el número de bajas femeninas de esta especie de guerra entre sexos en la que nos encontramos no parece haber descendido pese a los centenares de millones de euros gastados en propaganda de igualdad y adoctrinamiento en los colegios, el sufrimiento y el dolor que ha provocado esta aberración jurídica en decenas de miles de hombres inocentes (o, al menos, no culpables) es incalculable. Según datos oficiales, el 80% de estas denuncias se archivan, pero el daño ya está hecho y a menudo ya no tiene remedio.

Por si fuera poco, según datos del propio Ministerio de la Igualdad publicados recientemente en algunos medios digitales, casi la mitad de los homicidios de mujeres y agresiones sexuales a mujeres cometidos en España son perpetrados por extranjeros pese a representar demográficamente un porcentaje mucho menor (un 12,6%), un dato que sistemáticamente nos han venido escamoteando el feminismo oficial, los expertos en género y los medios subvencionados, no vaya a ocurrir que la realidad les estropeara la falsa narrativa del progresismo que siempre ha negado la correlación -más que evidente, por mucho que la quieran enmascarar- de la inmigración masiva y descontrolada con la delincuencia y, concretamente, con las agresiones a mujeres. Todo indica que los españoles no seríamos tan machistas como se nos ha querido dar a entender.

Señalar estos datos empíricos que desmontan el discurso racionalmente delirante del feminismo de igualdad no sería «legítimo» ni «democrático» porque sería hacer el caldo gordo a Vox, el único partido que se atreve a encarar esta realidad tal como es y que, por dicha razón, los medios progresistas, en su papel de censores y dispensadores de carnés de moralidad, estigmatizarían a los de Santiago Abascal como «homófobos», «machistas», «xenófobos» y «negacionistas» que estarían dando alas al «machismo criminal». Y cuando no pueden negar los datos porque son abrumadores, les reprochan sus «formas» y su rechazo al lenguaje políticamente correcto («negros», «moros», «ideología doméstica»). Vox es la coartada, el monstruo que permite a todos los demás presentarse como seres cargados de luz y de bondad. Vox es el enemigo que precisa todo movimiento totalitario para justificar su existencia. Sería el partido de los «orgullosamente machistas», en palabras de la diputada socialista Silvia Cano o el de quienes «no han entendido nada de nada», como nos recuerdan constantemente estas mentes privilegiadas y despiertas que defienden la bazofia de género.

Incluso la línea editorial de algunos periódicos, como Última Hora y Diario de Mallorca, han comprado la mercancía averiada del anterior Ministerio de Igualdad que consiste en asegurar que el principal escollo en la lucha contra el machismo no sería la ley progresista que ha permitido excarcelar y rebajar condenas a más de mil agresores sexuales, como ha ocurrido estos días con el Tribunal Superior de Justicia de Baleares que acaba de rebajar ocho años las penas a dos violadores de la denominada manada de Génova. Tampoco el escollo sería la pésima gestión del feminismo institucional que, pese a los millones de euros que maneja, es totalmente incapaz de proteger a muchas de las víctimas que caen asesinadas a manos de sus anteriores agresores o de reincidentes, como ponen de manifiesto las estadísticas una y otra vez.

El principal escollo para terminar con el machismo, para Última Hora y Diario de Mallorca, sería el «negacionismo» de Vox, el hecho de que Vox no crea en la «ideología de género» como teoría, que utilice otro lenguaje («violencia doméstica») perfectamente homologable al de los países que nos circundan o que no participe de todo el tinglado de exhibiciones farisaicas del resto de partidos con sus pancartas contra el «terrorismo machista», encendido de velitas, manifiestos institucionales y golpes de pecho cada vez que un hombre asesina a su pareja.

Combatir la ‘estructura heteropatriarcal’, no el crimen

No hay salvación fuera del feminismo radical cuando lo que se propone no es combatir el crimen sino la estructura en sí misma del heteropatriarcado como sistema, lo que quiere decir que, diluida la responsabilidad individual y la multifactorialidad detrás de cada agresión contra una mujer, este sistema heteropatriarcal se podría representar, siguiendo a Javier Bilbao, como «una pirámide o iceberg donde en la parte inferior se sitúan, por ejemplo, los chistes sexistas, los celos o el rechazo al lenguaje inclusivo y todo ello termina llevando en pendiente resbaladiza irreversible al asesinato. De forma que, desde su perspectiva, no hay reacción que pueda tacharse de desmedida contra, digamos, un humorista que haya hecho un chiste sobre ligar con mujeres, dado que en último término ese chiste estaría vinculado al asesinato y cualquier grado de ostracismo y vejación pública al que se le someta estará bien merecido. Combatiendo chistes, comportamientos o piropos creen estar salvando vidas en su fervor justiciero y por tanto nunca les parecerá estar yendo demasiado lejos».

Así es como funciona la Gran Hermana feminista desde medios de comunicación progresistas, un sistema orwelliano que rastrea y descubre exabruptos «machistas», «machirulos» y «homófobos» en chats privados de estudiantes, retuits de adversarios políticos con muñecas hinchables, cánticos entre chicos y chicas en un colegio mayor, intentos groseros de besos robados o desequilibrios intolerables en las tareas domésticas, por no hablar de los múltiples micromachismos como ceder el paso a una mujer o darle dos besos para saludarle so pena de caer en el premachismo o en el protomachismo, a cual más peligroso.

Como estos exabruptos y groserías serían a juicio de las activistas de igualdad el preludio y la antesala del asesinato, el castigo en forma de linchamiento mediático, cancelación, expulsión del puesto de trabajo o sanción administrativa debe ser inmediato por merecido y previsor. Como nos repiten hasta la saciedad a los recalcitrantes que «no hemos entendido nada de nada», como se esfuerzan en explicarnos las activistas, «prevenir la violencia ya no es una opción». Se trata de una obligación. No importa arruinarles la vida a estos «asesinos en potencia» como Rubiales que han dado fe de su machismo: sólo cabe ajusticiarlos sin garantías judiciales en la plaza pública.

La lucha contra el machismo es el principio absoluto frente al que decaen intrascendentes procedimientos judiciales o principios de segundo orden como la presunción de inocencia, el derecho al honor o la igualdad ante la ley. Cualquiera está expuesto al linchamiento si te buscas un enemigo lo suficientemente malvado para que decida ir a por ti y pueda imputarte algún atributo machista. El machismo es el Mal absoluto que debe ser eliminado de la faz de la Tierra, cueste lo que cueste. No valen medias tintas. Toda prevención es poca en estas circunstancias.

No preguntes, querido lector, por quién doblan las campanas. También doblan por ti.

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