La izquierda, cuando no mata, deja morir

Pedro Sánchez DANA

La tragedia de Valencia debe acabar con Sánchez siendo juzgado por calculada negligencia criminal. Ha dejado a su suerte a los valencianos, les ha negado asistencia y socorro, ha priorizado el rédito político y electoral y ahora ordenará a sus comisarios mediáticos que enciendan el ventilador de guano para esparcir el mensaje: la tragedia es culpa del cambio climático y de la derecha, que no sabe gestionar. Ya verán. Pero la realidad, aunque se empeñen las meretrices periodísticas del régimen, es la contraria. Desde el principio, comunidades autónomas, asociaciones y organismos, colectivos y entidades, y numerosos países por todo el mundo, ofrecieron ayuda para enviar material humano, alimentario y sanitario a las zonas afectadas. Todos, menos el Gobierno de España, que no quiso hacerlo para tener a quien culpar. Por eso, no decretó el estado de alarma, que la Constitución obliga para contextos así, porque habría tenido que tomar el mando y el liderazgo de la situación, y eso es algo de lo que carece este gobierno y su felón líder. Sánchez ya no podía salir a las calles antes de esto. Después de la tragedia, no debería abandonar el país sin sentarse antes en un banquillo.

Conviene recordarlo. Y que el paso del tiempo no haga olvidar la enésima traición de un sociópata cada vez más alejado de la realidad. Tras cuatro días desaparecido, sin enviar efectivos, con los cadáveres aumentando y otros, a la espera de ser descubiertos, soltó la frase que precipitará su final político: «Si necesitan ayuda, que la pidan», fue la sentencia lapidaria de quien ocupa Moncloa con sonrisa cobarde. Una afirmación que le arrastrará para siempre, en ese lodazal de fango y mentira en el que ha convertido su vida personal y su trayectoria como gobernante infame. Su huida del lugar de los hechos, con la celeridad propia de un ratero orgulloso, incide en la necesidad de precipitar su mandato por la vía civil y constitucional.

Sus acciones y la de sus correveidiles nos deja otra conclusión: la izquierda, cuando no mata, deja morir. Es así cómo ha construido su historia y es así como quiere terminarla. El fin de la misma, al modo en que la concibió Fukuyama, no aconteció con la caída del muro de Berlín, sino que vendrá cuando el socialismo alcance su ocaso como ideología asesina. La izquierda enfanga, pero no se moja. Los representantes de la progresía son más de escraches a distancia, manifas controladas y esputos en tribuna con escaño calentito. Eso de pasar frío, llenarse de barro, ensuciarse las manos y ayudar al prójimo de verdad, que lo haga el pueblo lumpen y los fachas. El progre siempre acampa en los márgenes del compromiso real, pues su lucha está en las cafeterías y en las calles que puede destrozar y corromper. La ayuda al prójimo es cosa de derechas, que la revolución necesita pensadores frente al iPhone y matones de tribuna facilona.

Lo demuestran siempre que pueden estos héroes de la clase obrera. «Los diputados no estamos para achicar agua», dijo la diputada de Sumar, Aina Vidal, subida a sus tacones de pija progre, mientras veíamos a diputados y ex diputados de la derecha liberal y conservadora en las calles valencianas que el lodo ha sepultado sacando cubetas de dolor e indignación. La izquierda sociológica, política y mediática, no sólo quiere el patrimonio de la solidaridad y el monopolio de las calles. En su cochambre inmoral dedicada a desinformar y generar odio, se ocupan también de anularte como persona y evidenciar que tu ayuda es interesada. Han lanzado su bilis contra los voluntarios que están allí desplegados. Desde la comodidad de su sofá, se erigen en portavoces del pueblo y dueños de las calles y emiten caridad descansada, sin mover un músculo, bajo esa inmunidad moral de la que gozan. Atacan y etiquetan a quienes se han llenado hasta las muelas de barro y fango porque la única suciedad que conciben anida en su cabeza. No habrán visto a zurdos de mierda llenarse de ídem sus zapatos y pantalones, porque su dedicación se reduce a controlar el relato de la solidaridad para que la «extrema derecha», así la llaman, no lo capitalice.

Pero esta vez no les funcionará. A los vasallos de Gramsci y Laclau, señoritos de todo a cien, se les ha caído al fin la careta de farsantes y farfulleros. Son lo que la historia dice de ellos: vividores a cuenta del cuento. Como se anuncia en los paquetes de tabaco, invento nefasto del ser humano, cuando se vota socialismo debería aparecer en la papeleta la siguiente advertencia: las autoridades ciudadanas (el pueblo) comunican que el socialismo perjudica seriamente la salud. Si me apuran, haría más directa la información: las autoridades comunican que el socialismo, mata. Igual ya no haría falta abrir un libro de historia para comprobarlo o preguntar a las familias de los millones de asesinados, exiliados o represaliados por los regímenes, gobiernos y tiranías socialistas qué sucede cuando un socialista toma el poder. Incluso en las democracias, el socialismo acaba por ser una enfermedad degenerativa del alma.

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