Irene Montero o cómo la imbecilidad embellece la virtud
No voy a hacer una crítica al uso, porque no voy a hacer una crítica al uso. Este razonamiento, basado en la lógica de la ministra de Igualdad, es la parábola misma de lo absurdo. Resume a la perfección la personalidad de esta súperhembra. A sabiendas del revuelo que el vídeo de su conversación informal ha causado, la mujer del vicepresidente corvo ha intentado limpiar su imagen en una entrevista realizada por el periodista Iñaki López en la Sexta Noche. No sólo no lo ha conseguido, sino que ha muerto fulminada por su propio rayo.
Irene Montero se cree tocada por una varita mágica. Está convencida de estar en posesión de un poder superior que la hace capaz de cambiar la naturaleza misma. Esta infeliz se cree virtuosa. Cuesta creerlo, pero es algo evidente. De ahí saca su fuerza para tanto improperio. Carece de capacidad autocrítica. Es demasiado joven para tener conciencia de lo que está haciendo, y demasiado vieja para modificar ese afecto que siente por el capricho y la vanidad. Su futuro es una pendiente en descenso. Parte de la oscuridad y se va a perder en la oscuridad. No lo voy a decir, porque no lo voy a decir.
En la entrevista en la que se colgó de una saga, la tradición oral de su hombre se adivinaba detrás de cada gesto, de la cadencia de su lenguaje y de las expresiones utilizadas. Siguiendo con mi metáfora, él preparó el nudo atándoselo a fuego lento. Ese amago de dulzura envenenada es monopolio de esta saga. Verla a ella intentando convencer era como verle a él con el pelo suelto y los labios hinchados. Sin embargo, había algo que dolía sobremanera: la expresión del rostro de Irene Montero. Proyectaba tanto odio y tanto dolor, que me ha sobrecogido. Es una mujer perdida por completo, que no sabe en realidad quién es, a dónde va ni cuál es el sendero.
En la entrevista se trataron dos de las cuestiones más polémicas de la actualidad nacional: la destitución del coronel Diego Pérez de los Cobos y el delito magnífico que la implica hasta el cuello en la multitudinaria masacre que supuso la manifestación del 8 de marzo. Tenía una oportunidad de oro para razonar, argumentar y justificar ambas cuestiones. Podía habernos callado a todos, y demostrar que está en posesión de algo de sensatez, de honradez y de cordura. Pero nada de eso, de nuevo sacó la figura decadente de una adolescente frenética y mortífera. A esta mujer le atormenta su propia oscura bestialidad.
Montero no perdió ocasión, eso sí, para aludir a un solo medio de comunicación. De todos los periodistas que hay en España analizándola y evidenciando su extraviada semilla, sólo nombró a uno. No lo voy a decir, porque no lo voy a decir. En ese medio aludido escribo yo, la que firma este texto, y como implicada en su desafío, le devuelvo la taza humeante de zumo. Aunque hundió todo el hierro de su espada hasta las gemas de la empuñadura, no ha habido herida. Nuestra fascinación por el eterno femenino no pasa por tu ministerio.
Ninguna palabra ni ninguna lágrima –detrás de ese gesto, debe haber a manantiales- va a hacer desaparecer el vicio deforme que proclamáis. La política debe ser una ciencia severa. Si uno se equivoca, pide perdón. Si uno se sabe incapaz de acometer una responsabilidad, le honra reconocerlo. Irene Montero celebró el sábado por la noche su propia misa negra. Lo único que quedó evidente en la comparecencia de esta ministra es su padecimiento divino. Me da pereza seguir con la enumeración de un carácter tan pintoresco. Por favor, elecciones ya, terminemos con esto.