Imprescindible: desalojar al malhechor

Llegó al poder gracias a una trampa y a una traición. La trampa la perpetró un juez, todavía hoy en activo, de cuyo nombre cualquier persona decente no debe acordarse. El tal individuo construyó un alegato mentiroso para cubrir de corrupción absoluta al PP de Rajoy, introduciendo en su decisión incluso una acusatoria morcilla, al modo teatral, que luego los tribunales no sólo desautorizaron, sino que afirmaron que se trataba de la falsedad propia de un trilero. La traición la protagonizó el partido más experto de España en esta clase de felonías: el PNV. Los nacionalistas vascos habían acordado con el Gobierno del PP su apoyo a los presupuestos generales del Estado a cambio -hay que recordarlo así- de sinecuras sin cuento. Pues bien, horas después de haber confirmado su apuesta, el PNV del dúo Urkullu-Ortuzar, acuciado por la sinrazón del filoetarra guipuzcoano Eguibar, dio un giro copernicano a su anterior postura y se sumó bochornosamente al que luego denominó Rubalcaba Grupo Frankenstein.
Así que con estos dos avales perniciosos abordó Pedro Sánchez La Moncloa con un objetivo que, apenas tomada la Presidencia, se encargó de transmitir a sus fieles de entonces, la mayoría de ellos ya depurados por el jefe. El fin era el siguiente: «Vamos a completar la tarea que dejó pendiente Zapatero». Y no sólo una de esas labores por hacer, sino todas, una básica: el acuerdo con ETA para apuntarse el fingido tanto de haber terminado con la facciosa banda. Ese objetivo corrió paralelo, también desde los inicios de su mandato, con una rectificación brutal, en toda regla, del pacto con el Partido Popular para acabar y enderezar la sedición, la rebelión más bien, de los separatistas catalanes. Aquel acuerdo, por el que tanto trabajó Rajoy hasta el punto de descafeinarlo (no se atrevió, por ejemplo, a intervenir la culposa TV3) para lograr la ayuda socialista, fue impugnado por Sánchez con las peores maneras desde el primer momento de okupar La Moncloa. Se rebajó del consenso con el otro gran partido del país y empezó a darse el morro, sin disimulos, con la escoria más abyecta de la sociedad política, desde los independentistas más rabiosos, pasando por los estalinistas de Pablo Iglesias, y terminando por su abrazo con los bilduetarras sucesores de los asesinos.
Todas estas características han jalonado su trayectoria en este quinquenio. Sánchez ha dejado en las raspas la arquitectura constitucional de modo que, ahora mismo, en estos días precisos, y con el estallido de los escándalos monumentales de Melilla, Mojácar y pueblos circunvecinos en el fraude (¿quién nos dice que aún no hay más?), hemos recaído en que, en el caso de los empleados de Mohamed, el rey moro, decidan con la compra de votos o con otras martingalas aún más rocosas y brutales, asentarse en la ciudad autónoma como primera fuerza política, y ensayar una declaración a favor de la anexión a Marruecos, es más que probable, es absolutamente posible que ésta pueda cumplimentarse al estilo Marcha Verde. Eso es lo que está empezando a asomar en estos días en que el Estado está perfectamente desasistido de armas legales gracias a que Sánchez ha despenalizado la sedición y la malversación.
Sánchez ha dejado al Estado Constitucional en las raspas, de tal manera que, en poco tiempo, los secesionistas vascos y catalanes convocarán -lo veremos- consultas sin que España puede oponerse con otra fórmula legal que no sea la aplicación con todas las consecuencias -esta vez sí- del controvertido Artículo 155 de nuestra Carta Magna.
Muchos analistas (es decir, esa rara especie que habla de lo que va a pasar, pero no de lo que realmente pasa) están advirtiendo ahora mismo de los efectos que pudiera acarrear una nueva victoria del sanchismo en estas urnas del domingo, primero, y en las del 10 de diciembre, en segundo lugar. Los más atrevidos auguran que un triunfo del sanchismo culminaría, sin ambages, con la destrucción de la España que la historia común, y todos nosotros en particular, hemos conocido. Estos, cuando realizan esta previsión, son inmediatamente tildados de profetas del un apocalipsis menor que no se corresponde con la realidad. Pero entre estos técnicos de la profecía, hay quienes, sin ir tan lejos, denuncian literalmente que «España no puede permitirse la desgracia de otros cinco años con este sujeto». Al fin, en todo caso, todos aún sigue aterrados por la capacidad de supervivencia de Sánchez, lo que modernamente se llama -y es un palabro bastante impronunciable- «resiliencia». Desde luego, no es una capacidad menor.
Estamos asistiendo en estas últimas horas anteriores al día 28, a una sucesión de noticias que retratan, aunque sean nuevas, lo que han sido el quinquenio funesto de Sánchez. «El escándalo de Melilla -me dice un antiguo ministro del PP- no se entiende cómo ha causado sorpresa alguna». Es cierto, pero, lo que es más inaudito es que no se haya insistido en que, aparte del marroquí Aberchán y sus prácticas de pucherazo permanente, el PSOE ha sido, desde siempre, actor acompañante de las golfadas electorales. ¿O es que nadie recuerda que su ex secretario general Muñoz fue condenado, con su conmilitón marroquí, a dos años de cárcel por compra de votos? Lo peor que está ocurriendo con el estallido de nuestro norte de África es que ha sembrado en muchos españoles la duda de si lo que está sucediendo allí es extrapolable al resto de España. Mojácar, con otra trapisonda electoral a cargo del PSOE, es una prueba indiscutible.
Es tal la hartura y el desprecio que se tienen al ejercicio de gobernar de este okupa malhechor que ahora mismo, lo peor, todo parece factible en España. Por eso, y aunque sólo, fuera por esto, es imprescindible que en poco más de cuarenta y ocho horas los españoles procedamos a desalojar a este okupa del poder. Otra cosa sería condenar a España a su fin como la Nación que en el más corto de los casos -tesis de Américo Castro enfrentada a la de Sánchez Albornoz- lleva existiendo como tal no menos de quinientos años. Esto es lo que está en juego en este trascendental último domingo de mayo de 2023.
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