Historias de Barcelona (VIII)

Historias de Barcelona (VIII)

En la mesilla de noche reposa el libro de Roger Scruton sobre la belleza. Al lado, una lamparita táctil se ocupa de los claroscuros, culminante imagen contemporánea del hombre solo, concebido para el hotel y viceversa. Fuera, tras el cristal, voces nocturnas, amortiguadas, tan poco interesantes desde esta habitación del Arbaso. Escribo en San Sebastián, he venido ocho días a comer, sobre todo. Pesadamente, cojo el mando de la televisión y viene a mí la ya larga desdicha barcelonesa. Comparable a no sé qué, pues incluso en momentos trágicos de su historia -como cuando Companys ocupaba Palau- la atonía mental no logró vencerla. Ahora, algunos elementos indican que sí. Urgen unos estados generales que barran al ejército de oportunistas instalados en las altas instancias. Que se vayan, han hecho suficiente daño, y a costa de las arcas públicas, pues si pagar un sueldo (¡y qué sueldo!) a Inmaculada Colau o al ahora diputado en Cortes Gerardo Pisarello no es incurrir en fraude que baje Porcioles y lo vea.

Las autoridades catalanas suspiran por otro confinamiento y simulan un poder que no poseen. Aunque, de tal modo, vuelven a apretar las tuercas de esta ruina barcelonesa, anestesiada todavía, inmaculada en su anodino aburguesamiento de patinete y exculpación. De camino a la estación de Sants, el taxista me hizo notar las monstruosas plantas silvestres que crecen en los alcorques de la calle Balmes. Dejadez, ecologismo imbécil, quién sabe la oscura motivación del consistorio y sus decisiones. El caso es que obstaculizan peligrosamente la visibilidad de los coches. Podrá afirmarse que se trata de un detalle, si bien de los detalles están hechas las cosas, sean conquistas o derrotas.

Decía de San Sebastián: limpia, ordenada, segura, trabajadora, orgullosa. Adjetivos extraños a la Barcelona socialista-podemita. El asunto de la educación perdida, eso que antes era la urbanidad. Como todos los sueños de la señora alcaldesa, el de transformar la Condal en ciudad verde se está ejecutando de la peor manera posible. Ocurrió algo parecido a propósito del desmantelamiento de la cárcel Modelo, desastre organizativo para el sistema penitenciario, perpetrado en necesaria colaboración con la Generalitat. Para Colau la urgencia era entonces lucir el eslogan de una urbe sin la institución represiva y todo ese rollo pseudorrevolucionario de feria. En cuanto a la cuestión del ecologismo ideológico, el ayuntamiento ha obrado con nocturnidad (y escaso tacto democrático), durante el confinamiento: corte de calles, bolardos separando carriles y más sorpresas que nos llevaremos. Guerra al coche y al peatón, infante éste convertido en carne de cañón. En efecto, las aceras son el territorio más comprometido, pista para patines y bicicletas, vehículos sin matrícula, sin impuesto de circulación; y al mando,  hombres y mujeres sólo con derechos, petits Colaus dotados del engreimiento y la grosería neoseculares.

Hay un proceso de desajuste, la fatalidad que supone descreer de lo heredado y no tener nada substitutivo a cambio. Barcelona no es ajena a tal circunstancia, hasta diría que se propone vanguardia de la misma. Desde la mesilla de mi habitación, Scruton emerge en palabras: “La belleza está despareciendo de nuestro mundo porque vivimos como si no fuera importante; y vivimos de esa manera porque hemos perdido el hábito del sacrificio y siempre estamos intentando evitarlo.”

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