Historias de Barcelona (IX)

Historias de Barcelona (IX)

Bochorno barcelonés. Estaba don Carlos Janovas contado las cálidas horas en su magnífico salón, repantingado sobre el sofá, hasta que dio un respingo, cogió el móvil y lo organizó todo. Como siempre, en el último momento, minutos antes de que el definitivo fin de la civilización cristiana pudiera dar al traste con el plan. Nos llegamos a donde lo de los hermanos Herrero, el Bonanova, sala que fue de billares y ahora es de festines culinarios. Pronto se sumaron los señores Jonquères d’Oriola y Calafell, y la mesa iba siendo abultada: pasaron sobre el mantel de hilo el gazpacho andaluz, las cigalas, el tomate, los mejillones franceses, las albóndigas de calamar, el atún a la plancha y un arroz seco con espardeñas. Jonquères d’Oriola nos contó sus dudas abiertas sobre qué raza de can comprarse y, ciertamente, escuché ideas algo dispares, que si un lulú de Pomerania, que si un cocker spaniel inglés; o incluso un podenco, pero éste último bajo el imperativo de pasearlo con pamela por los jardines del castillo en el que vive nuestro amigo.

De un asunto candente a otro, se comentó el bañador de Prada decorado con plátanos, recién adquirido, y a la insufrible señorita que va aireando asuntos que, en cualquier caso, ofrecen un vivo retrato de ella misma. Del cómo y de qué ha vivido, quiero decir. Contra Corinna, falsa princesa, se alborotó un tanto la mesa y ahí fue cuando Calafell nos regaló algunos de sus encuentros con gente aristocrática y la imposible adaptación del plebeyo a la idea de una graciosa nobleza. Las formas, claro: “Letizia -¡con zeta, por el amor de Dios!- se traga una escoba en cuanto alguien se le dirige con el debido tratamiento protocolario.” Por otra parte, sigue ella la pauta de aquel ministro socialista que decidió que España no podía permitirse tener alta costura. Luego se lamentarán de que la regia institución sea discutida. Mexicano de pro, una vez Calafell le espetó a un príncipe de Abu Dabi, que le había dicho que no le gustaba Madrid, si prefería la estampa de su abuelo portando cuatro camellos por el desierto o la capital de un imperio presente en tres continentes.

Corría un sauvignon blanc del Loira y, a saber por qué, la cosa derivó de la reina a aquella otra princesa del pueblo, resumen de una sombra ya alargada, pincelada por las televisiones del actual régimen democrático: Belén Esteban, con quien, en cualquier caso, podemos compartir algunas nociones de orden ideológico (no en el caso de Letizia). La sombra, decía, viene del Barroco, pero se hace pétrea y universal gracias a la inestimable labor y el derroche educador de las teles, los papás y las leyes. Y entonces emerge, cándido y poderoso, el pueblo llano de ahora. Lo dijo Janovas en los postres de crema y hojaldre, frase que envidiaría un ejército de sociólogos del ayer: “La clase obrera está desinhibida.”

 

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