Hay algunos negros tontos pero los blancos lo son más
Una vez impregnado más de lo tolerable del socialismo tóxico dominante en España siempre he alentado a mis hijos a que se fueran del país. Sin éxito, la verdad. Yo ya no tengo ni años ni ánimo para emprender este camino, pero siempre he pensado que el destino natural para ellos debía de ser Estados Unidos. Ya saben, por aquello de la tierra de oportunidades. Hoy, sin embargo, no puedo decir lo mismo. Llevo observando a la Política norteamericana con atención desde hace tiempo, incurriendo en el desaliento; y acabo de almorzar con un amigo español que lleva décadas viviendo allí, trabajando en una gran institución internacional y me quita la idea de la cabeza. Estados Unidos, me dice, es lo más parecido a la España de Sánchez.
La prensa libre ha desaparecido por completo. The Washington Post, el diario que reveló el Watergate y que derribó a Nixon, es hoy un periódico al servicio de la Casa Blanca. The New York Times sólo guarda un poco más la compostura, aunque lo justo. Las cadenas de televisión americanas, excepto la Fox, han perdido cualquier capacidad de juicio crítico sobre las acciones del Gobierno. La protección a Biden, que tiene cada vez más dificultades para afrontar una rueda de prensa ordinaria, es máxima. Su respaldo a las políticas demócratas es ilimitado. El ambiente cultural es nauseabundo. El nefasto progresismo es hegemónico en los campus, en Hollywood, en las redes sociales. Entre todos han creado un mundo paralelo ajeno por completo a las preocupaciones de la gente normal a las que prestaba atención Trump y que ha sido un signo distintivo de los republicanos.
Las universidades, las más elitistas del mundo, se han convertido en un gueto de lo políticamente correcto, de las políticas de la cancelación -aquellas que previenen de no molestar a las identidades debidas al género, la raza o la religión con afirmaciones presuntamente ofensivas, y que castigan al disidente-; o del movimiento woke, ése según el cual el racismo es creciente y las desigualdades sistémicas de Estados Unidos han llegado a un grado insoportable, sentimiento falaz promovido por blancos con un absurdo cargo de conciencia que prevalece en la mayoría de los medios de comunicación y que ha desembocado en una caza de brujas contra el que no esté alineado. De manera que por qué me empeño en enviar a mis hijos allí si aquí en España tienen dos tazas del mismo café.
Desde el asesinato execrable de George Floyd y la criminalización posterior de la Policía, el índice de violencia en las calles de Estados Unidos está disparado. Desde que la vicepresidenta Kamala Harris se encarga supuestamente de los problemas de la inmigración, la llegada de sin papeles que cruzan la frontera sin disuasión de clase alguna ha crecido exponencialmente. Los actos tienen siempre sus consecuencias. El desalineamiento entre la clase política, los medios de masas, las élites universitarias y la gente corriente de Estados Unidos es abisal. Jamás, asegura mi amigo, se ha visto un país tan dividido ni tan mostrenco. Pero estos hechos no son gratuitos. La gente está harta del Black Lives Matter, quiere seguridad en las calles y la Policía necesaria para garantizarla. Y, desde luego, el pueblo norteamericano sigue apegado a la libertad consustancial a los padres fundadores. Por fortuna, la gente de a pie todavía se rebela. Hace tiempo, por ejemplo, que allí nadie lleva por la calle mascarilla, y que la hostelería y la restauración funcionan a pleno rendimiento. Como en Madrid.
Pero el veneno inoculado durante tanto tiempo en las mentes de los ciudadanos americanos, incluso en las de los que siempre hemos considerado los mejores, surte efectos. Lo hemos comprobado estos días con motivo de los Juegos Olímpicos. La joven atleta Simone Biles, con un palmarés imbatible, que estaba destinada a ganarlo todo, padeció un bloqueo psicológico y decidió no competir en su primera final. Hasta aquí todo perfecto, pero luego dijo aquello de que “es difícil ser atleta y mujer porque todo el mundo reza por tu caída”. Hay que estar realmente muy trastornada para pensar de esta manera y creer que los demás razonan de modo tan depravado.
Y no ha sido la única. La española Ana Peleteiro, también medallista, declaró el pasado 3 de agosto que “a mucha gente le habrá jodido que los dos laureados de España el domingo -en referencia a Ray Zapata- fuéramos negros”. La joven, que parece tener las mismas virtudes para ganar concursos olímpicos que para decir estas cosas, aseguró que su triunfo “es la evidencia de un cambio. De que la mezcla es súper buena, de que la mezcla enriquece a un país, de que la mezcla es lo mejor que hay. Quien no lo quiera ver es porque es tonto”. Si esta chica hubiera estudiado Historia se habría ahorrado este discurso gratuito. Pero no lo ha hecho, porque los socialistas le han hurtado toda posibilidad de conocer la Historia de España y la del mestizaje consustancial a la misma. Y por eso, ha demostrado que es ingrata, porque ha estado preparándose durante años en el centro de alto rendimiento de Madrid que pagamos para todos los españoles, sean blancos o negros. Digamos, por dejarlo sólo en esto, que ha prestado un mal servicio.
Los Juegos Olímpicos han sido la demostración más palmaria del signo de los tiempos, y este no pinta bien. Son el reflejo del triunfo de la cultura de la izquierda, que detesta la competitividad y que aborrece la excelencia. El diario El País, que es el representante más eximio del pensamiento correcto de la nación, escribió el pasado 4 de agosto un editorial memorable a propósito de la renuncia de Biles defendiendo ni más ni menos que la urgencia de poner rostro y palabras a la necesidad de abordar los problemas de la salud mental, una teoría de Podemos, el partido en el que más locos hay por centímetro cuadrado. “Si la gimnasta más laureada de la historia puede bajarse de la competición en plena final de los Juegos porque su mente no rinde, los que la vemos por televisión podemos liberarnos de prejuicios y reconocer este tipo de problemas como una cuestión médica de primer orden en el mundo actual, que impide el normal desarrollo de la vida igual que una dolencia física”. ¿Se puede ser más delicuescente?
Yo estoy vacunado contra el racismo desde muy pequeño. Desde que, en el colegio de las monjas de los Sagrados Corazones en Castejón, donde estudié, cantábamos ‘¿De qué color es la piel de Dios?’, que acaba, como se sabe, en “todos son iguales a los ojos de Dios”. ¡No me vengan con monsergas baratas! Dicho esto, y contra lo que opina la izquierda, las personas que van a los Juegos Olímpicos no son normales. Por eso las admiramos. Porque son capaces de lograr gestas y de realizar proezas que no están al alcance de la gente corriente, da lo mismo que sean negras o blancas. Las veneramos porque no son de este mundo.
Para ello se preparan durante años, sometidas a una disciplina draconiana y a la máxima exigencia, sabiendo de antemano que se arriesgan al fracaso. Muestran de este modo lo mejor de la condición humana, y así ha sido hasta que llegó Simone Biles rompiendo las reglas del juego, o Ana Peleteiro con sus manifestaciones fuera de lugar. Ellas han destruido en Tokio la honorabilidad de la exigencia y del sacrificio que anima a la gente más noble prefiriendo pasar por el papel de víctimas, para convertirse en símbolos identitarios, en iconos de causas políticas ajenas por completo al espíritu olímpico y así pasto de la manipulación de los enemigos de la grandeza. Es de imaginar que Sánchez estará encantado en La Mareta.
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