La Europa que sembró tolerancia
Si algo caracteriza al relato buenista, dizque progre, que se reparte por el mundo, es su consideración de que el mal es todo aquello que no abrace la defensa que dicho buenismo abandere, así en ambiguo, porque la causa del momento oscila entre el pragmatismo económico y la necesidad mediática. De ahí que estos días asistamos al derribo moral de Occidente, cuando en la calculada equidistancia, se inmola preso de sus propias contradicciones: condenar el terror sin reconocer que tienen responsabilidad en su génesis y desarrollo. A quienes les pareció estupendo abrir las fronteras como muestra de tolerancia, ven hoy en dicha política la razón que hará estallar el gran conflicto social de nuestra época: porque los enemigos de la Europa libre, la democracia liberal, el pluralismo político y la convivencia entre religiones con respeto a los fundamentos nacionales que hicieron posible esa construcción, están hoy insertados de pleno derecho y con ciudadanía regalada entre nosotros, como esquejes de un proyecto totalitario de terror que consiste en asesinar en nombre de Alá y someter a propios y extraños a un régimen opresivo sin fin. Si creen los que hoy abarrotan plazas con pañuelos al cuello y gritos antisemitas que los soldados de la yihad diferenciarán mañana entre quienes les apoyaron y aquellos que les combatieron, están muy equivocados. Pero también disfrutarán su justicia.
En realidad, Europa cayó con su muro de vergüenza el día que decidió que era buena idea compaginar sus raíces con sus complejos y dotar de multiculturalidad a un continente que nació diverso pero unificado en sus cimientos. Las calles europeas, que tras la Segunda Guerra Mundial encabezaban la muchedumbre pacifista, ahora se llenan de admiradores de genocidas, fundamentalistas teocráticos y amantes del terror antimperialista, mientras la gente de bien se encierra en sus casas aguardando que la policía, impotente, disperse a la masa fanatizada. La Europa cristiana vive hoy en peligro por las hordas que quieren destruirla, con la complicidad de burócratas y premieres, estómagos rellenos de intereses globalistas iliberales que trabajan en contra de las demandas de sus propios ciudadanos, financiando, entre otras locuras, a los terroristas que nos quieren matar. Esos mismos burócratas que de nuestros impuestos extraen las ayudas que van a parar a la Autoridad Palestina, rica y corrupta, llaman ahora al ejército y proclaman estados de excepción en sus propias naciones.
Menos mal que el mundo iba a estar más inseguro con Trump, que asistiríamos a una época de inestabilidad bélica como testigos de una irrefrenable tercera guerra mundial. En sus cuatro años de mandato, cero conflictos iniciados y un estado de apaciguamiento como no se conocía hasta entonces. Se le achacó al histriónico presidente su amor por la doctrina Monroe (América para los americanos) y su cercanía con los peores tiranos asiáticos. Pero han sido el pacifista Obama y el títere Biden los titulares de las dos últimas administraciones, demócratas por descontado, quienes han precipitado el aquelarre de hostilidades que han alterado el tablero mundial. La progresía que balaba entonces, calla ahora, displicente e hipócrita.
En suma, han llamado a rebato las huestes de Alá por las calles de la Europa que les acogió, donde claman y gritan por su destrucción, metáfora perfecta de la condena a la que nos ha llevado el buenismo woke. El Islam que hoy asesina vidas tiene en la cobardía de medio Occidente a su principal aliado del terror. A Popper lo seguirán citando -mal- con su paradoja de la tolerancia, sin comprender que la misma se basaba en hechos consumados y no en intenciones sectarias. Europa está recogiendo lo que lleva décadas sembrando, una política migratoria suicida, una tolerancia al terror inaceptable y una moral complaciente con el otro, aunque el otro sea un tipo que, metralleta en mano, quiere borrarte del mapa. Pero el problema del mundo era Trump, claro
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