Encanto de Mallorca

Encanto de Mallorca

Entre tantos discursitos de rey malvado, impertinentemente ambicioso, tan amado en el pasado como desmontado en el presente, me voy a refugiar en su isla. Un pequeño terreno que acumula infinitas ilusiones, y que es poco alabado en el presente. La isla de Mallorca es un privilegiado peñasco en medio del mar Mediterráneo, maravillosamente azul, como un espejo que refleja el cielo. Desciende en sus playas de ardiente arena, en calas recogidas de agua cristalina. Olivos centenarios preparan sus dorados zumos y, en un valle, escondido en el corazón de la isla, detrás de las montañas, vigila el monasterio de Lluc, con su Virgen pequeña y morena, patrona de esta tierra.

Han sido varias las personalidades que, con su paso, han ido alterando la calma de aquellas gentes pausadas que la poblaban antes de su despunte como lugar de interés turístico. Destacaré una de las más relevantes, con el objetivo de valorar la esencia de este peñasco, de forma ajena a su lectura actual. Frédéric Chopin escogió la isla para pasar una temporada, junto a la baronesa de Dudevant, escritora apasionada y apasionante, que firmó bajo el pseudónimo de George Sand. El compositor estuvo allí agonizante, de forma muy cortés. Un médico mallorquín, que trató de aliviar su malestar, experimentó en primera persona su pesar: “Pobrecito mío, doctor, qué extraño traje llevas”. La indumentaria autóctona es, bueno, qué puede decir al respecto esta sevillana que escribe: al pan, pan; y al vino, vino.

En aquellos días, Mallorca, la isla de la calma, era un lugar todavía casi desconocido para el mundo. Sus bellísimos paisajes, el clima primaveral, la pacífica población, las incomparables grutas y su ritmo pausado fueron, poco a poco, atrayendo a personajes, que se encargaron de darle fama internacional. La quietud de la isla se vio igualmente alterada con la visita de otra figura, singularísima toda ella, que reveló, con todos sus esplendores y con todo su interés espiritual, a Europa entera los encantos de aquel trozo de tierra en medio del mar Mediterráneo. Su Alteza Imperial y Real el Serenísimo Señor Archiduque de Austria Luis Salvador de Habsburgo-Lorena y de Borbón-Dos Sicilias acudió a la isla en busca de la soledad, pues su opción vital fue la de la insatisfacción, como los mejores espíritus que dio aquel siglo. Fue el tercer hijo varón de Leopoldo II de Toscana y de María Antonieta de Borbón, hija de Francisco I, rey de las Dos Sicilias, y hermana de la mujer de Fernando VII, María Cristina. Espíritu dolorido, llegó a la isla en busca del bálsamo para su alma enferma. “En mi familia –dijo el archiduque- todos estamos locos: yo soy el que lo está menos”. Miramar supuso un remanso de paz.

En aquellos días, no había apenas extranjeros en Mallorca; su desaliño personal y el descuido de su indumentaria no pasaron desapercibidos, dando origen a un sinfín de leyendas. Fue a visitarle Elisabeth de Austria, Sissí, una de las damas más bellas y fascinantes de su época, cuyo desasosiego iba parejo al del archiduque. “Cuando me encuentro en un lugar y me digo que voy a vivir allí para siempre, se me convierte en un infierno, aunque sea un paraíso”. Sin embargo, frente a tanta sofisticación a su alcance, la amante favorita del excéntrico aristócrata fue una hembra autóctona, Catalina Homar. Aquella payesa tenía un perfil intenso de mujer, “debía oler a sal, a viento, a uva madura, a mujer morena”.

Las tiendas tradicionales, con aromas de especies, suspiros y mostachones, el paraíso natural que no engaña a nadie, hacen que Mallorca, la isla dorada, tenga un encanto natural, grave, conservador, libre, de escrupulosa limpieza. La vida de sus gentes, afectuosa y pura, marcan la concepción de la vida de este lugar. En 1903, Palma quedó literalmente deslumbrada por las cuatrocientas bombillas que inauguraron el Grand Hôtel. Aquel edificio, hasta la apertura del Ritz en Madrid, fue el hotel más lujoso de España. Con él quedaba inaugurada la nueva cuna internacional del veraneo. La isla bailaría a partir de entonces al son del nuevo dios de la contemporaneidad: el dinero. “Good night, Bon soir, Gutten Nacht”, gráciles yates, blancos trasatlánticos, esbeltos aviones, angulosas inglesas sexagenarias y maniáticas, alemanas menos cuidadosas con la línea, francesas de edad indefinida, es decir, el turismo.

Este año, que tanto lo necesitamos, que tan decadente está todo, quedan nuestras fuerzas e ilusiones para volver a valorar nuestro patrimonio natural y nuestras tradiciones. De eso trata este texto, Mallorca, como trocito del maravilloso país que es España, nos pertenece a todos.

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