Un día en la consulta de la Dra. Montero
Es lunes por la mañana, la Dra. Montero llega a primera hora al hospital. Muestra una afectividad superficial y lábil con los conserjes, continúa la teatralidad por los pasillos con sus compañeros mediante expresiones exageradas de emociones -que nadie siente el primer día de la semana-. Se dirige al cuarto de baño para retocar su abundante maquillaje. La limpiadora le dice que no puede entrar, porque acaba de fregarlo y el suelo está mojado. La doctora, con su conocida brusquedad, se pone en la puerta del servicio con las manos extendidas: «No pasarán», dice guiñándole un ojo. Una tensión emocional que casi termina en lágrimas hace que se fundan en un abrazo.
Aumentados el carmín y los rabillos de ojos, llega a su consulta, ya hay pacientes esperándola fuera. Se pone la bata y enciende el ordenador. En ese momento, suena su móvil, una melodía de Rafaella Carrà le avisa de que alguien quiere hablar con ella. Antes de atender la llamada, se pone a bailar como una posesa al grito de: «Pedro, Pedro, Pedro, Pe. Praticamente il meglio di Santa Fe. Pedro, Pedro, Pedro, Pedro, Pe. Fidati di me». Mientras canta y baila, abre la ventana para que todo el hospital la oiga a través del eco que provoca el patio interior. Se siente poderosa, imprescindible, privilegiada y fascinada consigo misma.
Terminada la canción, mira su teléfono para ver quién la solicitaba. Era Amparo Rubiales, quería confirmarle su asistencia al próximo acto socialista. Decide no devolver la llamada, mientras piensa: «Necesito gente joven, con ambición y capacidad de ejercer gobierno, gente de esa que luego alardea de mí, diciendo que les chuto energía, rabia, ansiedad, histerismo y deseos alucinados y viscerales por ganar; necesito esa ansia viva, vivísima, no gente con un pie en la tumba, como los que pasan por esta consulta. El vivo al bollo y el muerto al hoyo».
Llaman a la puerta, es el primer paciente. «Pase», dice a grito pelao. Entra un señor de unos setenta años, con boina y bastón. La Dra. Montero le pregunta el motivo de su visita. Él la mira en silencio unos segundos y contesta cabizbajo: «Me duele Andalucía». Ella levanta el puño y comienza a gritar: «Hombre de luz, levántese, pida PSOE y libertad, sea por Andalucía libre, mi sueldo y la humanidad». Él, sorprendido, dice que era una metáfora, que le duelen los testículos y que cree que tiene una obstrucción, que era una manera elegante de llamar a su piticlín.
La médica se pone muy seria y le dice que eso es muy grave, que tiene que ingresar. Da orden de que le hagan una traqueotomía, un TAC cerebral y una radiografía pulmonar. El señor, que no da crédito de lo que está oyendo, dice que sólo ha ido porque le duele su pichurrilla al hacer pipí, y que incluso podría soportar el dolor si todo es tan complicado. La doctora, con gestos histéricos, dice que ella está ahí para ganar y que hay que vencer al bicho que provoca ese dolor, que ella sabe lo que hace, porque para eso estudió medicina y es ministra de Hacienda y vicepresidenta primera del Gobierno.
En ese momento, abre la puerta una enfermera, que le pregunta qué necesita. Ella, tajante, sentencia: «Este señor está muy mal, hay que operarle inmediatamente, así daremos ejemplo de cómo se actúa con decisión por el bien común. Seguramente, él también tiene un nieto que no puede pagarse la FP por lo privado, así verá lo bien que funcionará la sanidad pública si yo gobierno en Andalucía». El paciente empieza a ponerse muy nervioso y dice que quiere llamar a su hijo para que vaya a ayudarle. La doctora se pone de pie: «Le entiendo, porque a todos los que somos médicos nos duele que un chaval nos pregunte qué tiene que tomar para quitarse la resaca. No tenga miedo, todo va a ir bien».
La Dra. Montero aclara por los pasillos que al día siguiente no volverá al hospital, porque nunca se fue, continúa exclamando que ella vive en clave surrealista, que le da muchas satisfacciones. El griterío, el tono de escándalo, va dejando paso a una espantosa incertidumbre, con alucinaciones terribles, aberraciones malditas, fobias y agotamientos totales. Todo este episodio descrito ha sido obra de su imaginación, sus nervios siguen sobreexcitados. Entra una enfermera en la habitación, intenta calmarla: «Sra. Montero, le toca la medicación».