El Derecho al revés

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El Derecho al revés

La deriva de los acontecimientos vividos en la política española en los últimos años merece una reflexión profunda y sosegada sobre el papel que al Derecho le están otorgando no ya sólo los políticos, que en la mayoría de los casos cuentan con una GRAN formación jurídica, sino las propias instituciones.

La Constitución española de 1978 afirma en el artículo 1.1 que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho. No es casualidad la ubicación de tal afirmación en el primer artículo y en el primer apartado del texto constitucional, sino que obedece a la importancia que conlleva, pues en dicho apartado se diseña la bóveda sobre la que se sostiene nuestro sistema constitucional. La Constitución se aferra al Estado de Derecho en la primera ocasión que tiene de decir algo. Tampoco es casualidad que tal apuesta por el Estado de Derecho sea la que fundamente nuestro modelo constitucional. El Estado de Derecho, desde que su término lo acuñase la doctrina alemana del Rechtsstaat y lo conceptualizase Kant, ha servido para racionalizar el ejercicio del poder y someterlo a límites y reglas conocidas y cognoscibles, de tal forma que ningún poder quede excluido de control en el ejercicio de sus funciones. En el mundo anglosajón, este control mutuo de los tres poderes del Estado se ha denominado check and balance. Y eso es lo que pretendía el constituyente cuando redactó el citado artículo 1.1 de la Constitución de 1978.

Tras unos primeros años de gozo constitucional y de un afortunado redescubrimiento del Estado de Derecho en nuestro país en los que, con alguna que otra mancha visible entre las que podemos destacar la expropiación de Rumasa mediante Real Decreto-Ley, la aprobación de algunos primeros Estatutos de Autonomía cuyas tachas de inconstitucionalidad no fueron resueltas por la Sentencia del Tribunal Constitucional 76/1983 sobre la Loapa o la fórmula de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial en la LOPJ de 1985, origen de algunos de los problemas actuales, los poderes constituidos ejercieron sus funciones de una manera más o menos razonable, sin cruzar las líneas rojas que la Constitución y, por ende, el Estado de Derecho, les marcaba.
Podemos afirmar que a lo largo de esa época se utilizaba el Derecho para reconocer y desarrollar derechos fundamentales desconocidos en la etapa preconstitucional y, en definitiva, para ampliar la esfera jurídica de los ciudadanos.

Sin embargo, en los últimos tiempos, no sólo en España, pero especialmente en nuestro país, se está utilizando el Derecho como forma de limitación de los derechos de los ciudadanos, de colonización de las instituciones por parte del poder ejecutivo y, en definitiva, como herramienta de opresión social.

Centrándonos en nuestro país, la gestión de la pandemia del COVID-19 o la crisis constitucional provocada por la renovación de los vocales del CGPJ y de los magistrados del TC son ejemplos paradigmáticos de lo que se acaba de afirmar. En el primer caso, las restricciones de derechos fundamentales adoptadas a través de instrumentos normativos no idóneos fueron declaradas inconstitucionales por el propio TC. En el segundo supuesto, el ataque sin precedentes del poder ejecutivo al poder judicial, con la ayuda a última hora de la mayoría parlamentaria en el Congreso, ha provocado una crisis constitucional resuelta, en mi opinión, en falso y de manera momentánea, con la renovación de un cuarto del TC. Debemos recordar en este punto que el ya citado artículo 1.1 de la constitución regula el pluralismo político como valor superior del ordenamiento jurídico, lo que impide que la mayoría parlamentaria pueda aprobar unas enmiendas inconexas presentadas a última hora en una proposición de ley que nada tenía que ver con su tramitación, hurtando a la oposición su derecho de participación a través de la necesaria y razonable toma en consideración y debate sosegado.

Igualmente, resulta obligado recordar que todos los poderes constituidos, incluido el poder legislativo, están limitados en sus funciones por el texto constitucional y que, precisamente, los tribunales constitucionales se crearon para asegurar que esa limitación se cumple, que la constitución no es un papel mojado o programático sino una norma con una eficacia normativa directa, y que el poder legislativo no se excede en sus funciones y hereda los poderes omnímodos reconocidos a los monarcas absolutistas bajo el ropaje de la legitimación de las urnas.

Resulta inquietante comprobar cómo la causa de todos estos males tiene el mismo origen: la ampliación de capacidades normativas y de competencias que el poder ejecutivo ha ido acaparando a lo largo de los últimos doscientos años en detrimento del legislativo, al que tiene domesticado desde hace tiempo. Resulta todavía más curioso observar cómo este no era el deseo inicial de la doctrina de la separación de poderes. ¡Si Montesquieu levantase la cabeza!

La consecuencia de todo ello es preocupante. El poder exorbitante que las democracias occidentales, por razones históricas cuyo análisis desborda el objetivo de esta reflexión, han otorgado al poder ejecutivo está consiguiendo que éste utilice el Derecho a su antojo a través de proyectos de ley, decretos-legislativos, decretos-leyes y reglamentos, regulando prácticamente todas las actividades de los ciudadanos de manera limitativa y cambiando su posición jurídica de una vinculación negativa a la ley (Merkl) a una quasi vinculación positiva, de unas relaciones de sujeción general o unas cada vez más frecuentes relaciones de sujeción especial en las que el ciudadano se halla en una complicada posición estatutaria. Y, desgraciadamente, por lo que a mí me toca, como ha puesto de manifiesto ya en más de una ocasión el profesor Santamaría Pastor, el derecho administrativo, otrora adalid de las garantías jurídicas frente al ejercicio abusivo del poder en la dictadura franquista por la labor de la generación de la RAP, encabezada por el profesor García de Enterría, se ha convertido en el sistema democrático de 1978 en el vehículo elegido por el poder ejecutivo en la mayoría de las ocasiones para establecer todo tipo de regulaciones ablatorias de derechos y limitaciones jurídicas de distinto calado a los ciudadanos, con lo que el equilibrio entre potestades exorbitantes públicas y garantías sociales frente al ejercicio de ese poder vuelve a estar en peligro después de que el tránsito de doscientos años hasta conseguir dicho equilibrio esté hoy, de nuevo, en juego.

Cabe, entonces preguntarse qué estamos haciendo con el Derecho. Es necesario poner de manifiesto que está siendo utilizado no como una garantía de los ciudadanos frente al ejercicio abusivo del poder por parte de las instituciones sino como un vehículo de imposición y de intrusión en su esfera jurídica. Ese no es el papel garantista que el Derecho viene llamado a cumplir en un Estado de Derecho. No, al menos, el que se pensó cuando se diseñó. Es inevitable recordar de nuevo la famosa conferencia del profesor García de Enterría, precisamente, en la Universidad de Barcelona el 2 de marzo de 1962 en la que disertó sobre la lucha contra las inmunidades del poder en el derecho administrativo y recordar que debemos estar vigilantes ante los nuevos desafíos que todavía hoy subyacen en el ejercicio por parte del poder ejecutivo de poderes discrecionales, de gobierno y normativos.
Asimismo, conviene no olvidar las palabras de Stanley Payne cuando afirma que la democracia es el sistema de las reglas fijas y los resultados inciertos. Parece que ello se olvida y que el poder ejecutivo en los diferentes países ha redescubierto nuevas fórmulas de utilización espuria del Derecho con la vieja intención de subvertir la legalidad vigente y transformarla a su antojo, intentando, hasta donde puede, modular y tensionar las reglas del juego democrático.

Los pilares del Estado de Derecho en las democracias occidentales (principio de legalidad, separación de poderes y reconocimiento de derechos fundamentales) están en peligro. Y es, paradójicamente, el Derecho el instrumento que se está utilizando para amenazarlos. El Derecho al revés.

Antonio Jesús Alonso es
Director del Centro de Innovación del Derecho (CID-ICADE)

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