La democracia legitima a quien gobierna cumpliendo su palabra

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Dejamos atrás una semana mirando a la Puerta de Alcalá como representación de una parte de la España que no se resigna a ser una víctima del síndrome de la rana, que cuando despierte de la somnolencia sanchista y quiera reaccionar ante el escenario que aparece ante sus ojos, puede ya ser incapaz de hacerlo. No son pocos los españoles que parecen encontrarse satisfechos y cómodos en esa situación que les lleva a votar al actual PSOE, o a cualquiera de los diversos socios y aliados que conforman esa macedonia de siglas que conforman lo que se entiende por sanchismo.

Es una de las servidumbres de la democracia como expresión del gobierno del pueblo, y también de que cada pueblo, en democracia, ciertamente «tiene el gobierno que merece». No es menos cierto, sin embargo, también que algunos tiranos llegaron al poder en unas elecciones, y que cuando el pueblo quiso reaccionar ya era demasiado tarde para hacerlo. Es decir, que la democracia legitima el ejercicio del poder, pero para ello exige coherencia entre lo comprometido con los electores y el posterior uso efectuado con sus votos. Las mentiras o el flagrante incumplimiento de compromisos esenciales por parte de Sánchez son tan numerosos y conocidos que no es preciso a estas alturas insistir en ellos, hasta el extremo de que él los considera como meros «cambios de opinión».

Como si, por ejemplo, pasar de negar una o veinte veces que «con Bildu no había nada que hablar ni pactar» -a regalarle la Alcaldía de la capital de Navarra, que para los de Otegi es un auténtico símbolo y triunfo político para la euskaldunización de la Comunidad Foral y su anexión al País Vasco que pretenden conseguir- fuese un simple «cambio de opinión». Es una falta de respeto a sus votantes que pese a ello parecen querer reincidir en depositar su confianza en quien acredita no merecerla. Hoy, en la antesala de unas elecciones al Parlamento Europeo, es preciso que los partidos que sonoposición al sanchismo, PP y Vox, clarifiquen ante los españoles sus compromisos de posicionamiento político ante esa patología política ya en el poder en España nada menos que desde hace seis años. Por ejemplo, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, elegida por el PPE y, por tanto, con los votos del PP español, no puede seguir dando la imagen que proyecta de absoluta identificación y complacencia con Sánchez. «Una imagen vale más que mil palabras», y esa imagen es totalmente negativa para quienes van a votar el 9 de junio al PP desde una clara oposición a lo que significa el sanchismo.

A su vez, es necesario que esas dos únicas formaciones opositoras sean capaces de pactar sus diferencias de forma positiva, mediante la afirmación de sus propuestas y no haciéndole el juego, aunque sea involuntario, al adversario común. El modelo de relación entre Sánchez y Yolanda no es precisamente un espejo en el que mirarse para imitarlo. Así sería aconsejable que el PP asumiera que Vox «ha venido para quedarse» -cuando menos de momento-, y que se entere de por qué hay un votante que un día fue popular y hoy ya no lo es. Y, por su parte, que Vox no pretenda suplantar al PP, sino en todo caso complementarlo, para construir juntos (aunque no revueltos) una auténtica alternativa -que no una mera sucesión- al sanchismo. La pedagogía política es, pues, hoy más necesaria que nunca, para que los españoles tomen conciencia plena de las consecuencias que supone apostar con su voto por un partido que actualmente, incluso, descalifican abiertamente quienes lo hacen desde la legitimidad de su absoluto compromiso con las siglas, que hoy están al servicio de un ilimitado afán de poder personal. Votantes que un día apostaron mayoritariamente por Felipe González, por ejemplo, y que hoy él mismo les advierte de las indeseadas consecuencias de esa elección en la actualidad. «No hay mal que cien años dure», pero la continuidad del sanchismo en el poder representa un daño para España que va a perdurar en el tiempo y no va a ser fácil reparar.

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