En defensa de los bares

Con los bares en España ocurre algo tremendamente paradójico, porque a todo el mundo le apetece con una sonrisa señalar que es algo muy nuestro y de hecho todos eligen su favorito, pero casi nadie hace nada por mantener ese patrimonio cultural que constituye para este país. No digamos evidentemente por parte de los políticos, en especial los municipales, donde destaca esa pequeña administración inquisitorial gobernada por uno de los políticos más decepcionantes de toda España como es el alcalde de Madrid, que zahieren los negocios de hostelería un día sí y otro también. Tener hoy un bar en este viejo país es un ejercicio de heroísmo, debido a las jornadas cada vez más menguantes por la normativa laboral, las limitaciones de horario, las presiones vecinales, las reiteradas inspecciones de técnicos municipales, que van plano en mano, buscando alguna carencia en aquella vieja licencia que una vez se otorgó, y en definitiva, las trabas administrativas y sociales para el ejercicio de esta actividad recreativa y económica.
No sería necesario ensalzar la historia tabernaria de las Españas, que tanto ha construido nuestro imaginario e identidad frente a otros países. La capacidad de reunir mundos contradictorios, de amalgamar cotidianidades, y de tejer sociedad forman parte de la idiosincracia española. Son hechos diferenciales. Parte de la vitalidad turística y de aliciente viajero se almacena en esos despachos de felicidad y hospitalidad que se encuentran en muchas de las esquinas y plazas de cualquier pueblo o barrio. Incluso nos inflamos el pecho cuando enfatizamos sus características como centro de reunión, lugar donde se socializa frente a las soledades de muchas ciudades y pueblos, o que gracias a este pequeño ateneillo ha tenido la gente la posibilidad de afrontar un poquito mejor los afanes de su vida.
Pero el pequeño empresario, que normalmente regenta los bares y lo suele administrar como una forma de creación propia de empleo, y de ir manteniendo poco a poco esa menguante sociedad empresarial a la que nos vemos abocados en este tiempo de transacciones virtuales y de relaciones cibernéticas, se encuentra por lo común aislado y al borde de ese concurso de acreedores que lleva a la ruina familiar y a las concatenadas deudas impagadas con la legión de minúsculos proveedores que nutren los establecimientos.
La política española vive tiempos emponzoñados, y la italianización de la misma es cada vez más evidente. El ciudadano de a pie ya no se cree ni las grandes palabras ni las promesas electorales, vengan de unos o de otros, porque al final los partidos solo son un centro de colocación de profesionales de la cosa. Asombra también ver como los políticos que se declaran liberales son igual de intervencionistas que los contrarios, y el ejercicio de la noble tabernería está cada vez más amenazado. Los últimos robinsones empresariales que son las pymes deberían plantearse cerrar los chiringuitos, que nadie pague impuestos y vivamos en la fagocitación de la deuda pública, para que todos nos quedemos en los pensamientos individuales y las tristezas sonoras del día a día. Ese hatajo de políticos mediocres y los pobres funcionarios que como peones persiguen a los bares no deben salirse con la suya. ¡Larga vida a los bares y ánimo a todos los que levantan la persiana cada mañana, frente a la incomprensión de administraciones y de vecindarios hostiles!
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