Cruces sin memoria

Cruces memoria

El escritor vasco José de Arteche, destacado dirigente del PNV guipuzcoano que terminó enrolado en las filas franquistas durante la Guerra Civil, es en sí mismo una enmienda a la totalidad a cualquier tentativa de aprehender legislativamente la infinitud poliédrica de aquella contienda, con tantas perspectivas, ángulos y perfiles como españoles la vivieron, sufrieron o protagonizaron.

Su diario del conflicto, El abrazo de los muertos, es inexcusable para cualquier lector, interesado o no en la materia, pero sobre todo lo es para los Bolaños de nuestros días: los burócratas que van con su matasellos en mano etiquetando a los españoles de hoy por su posición respecto a la memoria oficial de aquel pasado, tan fosilizada, tan fría, tan ajena al complejo latido humano como lo fue la franquista.

Al final de su diario, Arteche se traslada al 20 de julio de 1956, veinte años después del conflicto fratricida. Ese día asiste a una discusión entre personas que habían combatido en el mismo bando:

«Impresión desoladora. Nadie tiene ojos sino para considerar los crímenes ajenos; nadie tiene ojos para considerar los crímenes del campo propio. (…) Los hombres de mi generación no tienen remedio. Se extinguirán sin querer confesar su tremendo pecado de cainismo. Todos permanecen instalados en sus criminales puntos de partida. Nadie dice que hay que rectificar. Nadie dice que hay que pedir perdón».

Aquel 1956 esa percepción, sin embargo, había empezado a cambiar sutilmente. Fue el año en que el PCE difundió su manifiesto por la reconciliación, reclamando que no se cargara el odio de la Guerra Civil sobre las espaldas de las generaciones que no la vivieron. El régimen franquista, que se aprestaba a inaugurar el Valle de los Caídos, originariamente concebido como un monumento a la Cruzada, rectifica su intención primigenia y lo convierte en un santuario de esa reconciliación reclamada por los comunistas.

España pasa desde entonces del «abrazo de los muertos» de José Arteche al «abrazo de los vivos» del cuadro de Juan Genovés, símbolo del reencuentro de España consigo misma. «¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?», se preguntaba Marcelino Camacho en 1977 durante la aprobación de la Ley de Amnistía, pilar fundamental de la transición de la dictadura a la democracia.

Ahora hemos vuelto a atrás. A esa «impresión desoladora» de la que hablaba Arteche ante las legislaciones que a martillazos han conseguido que aquel «paz, piedad, perdón» de Azaña deje de ser una invocación compartida, para ser el fiel partidista de una balanza con pesos y contrapesos: para recordar a unas víctimas deben ser olvidadas otras. «La memoria histórica la inventó Franco», como dice una reconocida experta en esta materia, la periodista Natalia Junquera.

Estas legislaciones destinadas a erigir una memoria de parte, simplista, reduccionista y maniquea son como un barquito de papel ante el maremágnum atroz de la contienda de 1936-1939, «la guerra civil más espantosa de todos los tiempos», en palabras de Arteche.

A los jueces no les cabe sino interpretar y aplicar esta visión raquítica, paupérrima y visceral de la realidad histórica, más propia del cartel de propaganda militante que de la visión integradora que se le supone a un Estado que representa a todos sus ciudadanos. Es lo que ha sucedido con el recurso de una asociación en defensa de la cruz de Callosa de Segura (Alicante), que recordaba a ochenta y un paisanos víctimas de la represión republicana.

El Tribunal Supremo ha señalado que recordar a estas víctimas hace que la cruz no sea «neutral», lo que permite «apreciar la exaltación de uno de los bandos enfrentados en la contienda nacional» contra el artículo 15 de la anterior Ley de Memoria Histórica.

En definitiva, el Supremo confirma que «una cruz, con un listado de personas fallecidas de uno solo de los bandos contendientes en la Guerra Civil, supone exaltación de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura». Llama la atención que a personas asesinadas se las tenga simplemente por «fallecidas», cuando es su condición de víctimas la que ampara su recuerdo y reconocimiento, de acuerdo con el artículo 1 de la propia Ley de Memoria Histórica.

Y aquí entramos en el inmenso océano de la casuística de la contienda fratricida. La pregunta es si se han tenido en cuenta las biografías de todas las personas recordadas en la cruz de Callosa de Segura para confirmar su adscripción a uno de los bandos en liza.

Muchas de estas víctimas son falangistas juzgados y ejecutados por intentar liberar a José Antonio Primo de Rivera de la cárcel de Alicante, pero otros no tenían adscripción política, como es el caso de dos presbíteros, o se les señala genéricamente en la Causa General franquista como derechistas. Hay maestros, barberos, agricultores, industriales, jornaleros, carteros rurales, herreros…

El historiador local Antonio Maciá Demetrio ha confirmado, sin embargo, varios casos que contradicen la argumentación de la sentencia: el industrial Diego Trives Lucas, de 60 años, asesinado en septiembre de 1936, fue nombrado en 1930 delegado en Callosa de la Alianza Republicana, impulsada por Azaña, entre otras figuras. A la misma formación pertenecieron sus hijos Diego y José María, de 24 y 22 años, asesinados junto a su padre.

Otro caso es el de José Maciá Maciá, asesinado el 18 de noviembre de 1936, con 34 años. Fue nombrado en 1930 secretario del comité local del Partido Republicano Radical Socialista, que formó parte de Unión Republicana, integrada en 1936 en el Frente Popular.

También se cuentan entra las víctimas recordadas por la cruz un jefe de servicio de prisiones, Manuel Salinas Guirao, y un cabo de la Guardia Civil, José Marco, asesinados pese a mantenerse leales al Gobierno republicano. El guardia fue acribillado en agosto de 1936 por milicianos anarquistas junto con varios compañeros en Elda, incluido Manuel Manresa Pamiés, padre de Josefina Manresa, entonces novia del poeta Miguel Hernández.

Otra de las víctimas fue asesinada un año después de comenzada la guerra. Tiempo le habría dado para adscribirse al bando franquista, pero de hecho vivió el último año de su vida como un ciudadano más del bando republicano: Antonio Marco Ballester, un comisionista de 60 años al que mataron dos mujeres en agosto de 1937. Las mujeres fueron absueltas por un tribunal republicano después de reconocer un crimen con el que, sin saberlo, etiquetaron para la eternidad a su víctima cómo «mártir» franquista, aunque a él se supone que le habría gustado más no serlo, como a tantos otros.

La cruz de Callosa de Segura no recuerda, por tanto, sólo a víctimas del bando sublevado, como afirma la sentencia: también homenajea a izquierdistas y a republicanos leales al Gobierno asesinados por sus propios correligionarios. Todos ellos recordados en Callosa por una cruz con «los brazos en abrazo hacia la tierra, el astil disparándose a los cielos», como cantó León Felipe, un republicano exiliado, por cierto.

Esto es lo que tienen las falsificaciones de la historia impuestas por ley: que sus trampas siempre quedan al descubierto ante la complejidad de aquel pasado de sangre y fuego.

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