Cervantes, vecino de Madrid
«Mas se le hazen buenos y reziven en data quatroçientos reales, que valen treze mil y seiscientos maravedís por los mismos que pagó a don Miguel de Hortigosa de el gasto que tubo de mudar los cuerpos de los difuntos de la yglesia vieja a la nueva de dicho comvento [y] terraplenar la bóbeda, como consta de recivo dado por el susodicho, su fecha de ocho de octubre de seisçientos y noventa y siete, que presentó con estas quentas». Este registro en las cuentas del madrileño convento de las Trinitarias Descalzas, en la calle de Lope de Vega, es el documento que acredita el traslado en 1697 de los restos de Miguel de Cervantes desde la antigua capilla donde fue enterrado el 23 de abril de 1616, hasta la cripta de la iglesia conventual hoy existente.
La anotación, descubierta por el archivero Francisco Marín Perellón en 2015, permitió recuperar el rastro, perdido durante cuatrocientos años, de la tumba del autor de El Quijote, en un proyecto impulsado por Fernando de Prado y Luis Avial, con la colaboración de un equipo científico multidisciplinar. El proyecto fue financiado por el Ayuntamiento de Madrid en tiempos de la alcaldesa Ana Botella, que asumió los riesgos que a estas iniciativas añade la bulla política.
Así, se demostró que en 1697 los restos de nuestro autor más universal fueron a parar a la cripta de la nueva iglesia de San Ildefonso junto con los de su mujer, Catalina de Salazar, y otros quince vecinos del barrio, incluido un capellán, sepultados originariamente en la pequeña capilla del convento de las Trinitarias, según consta en el libro de difuntos de la cercana iglesia de San Sebastián.
El enterrador Miguel de Hortigosa se tomó el encargo muy en serio, tanto que llegó a tardar unos tres días en acabar el traslado: primero sacó los restos mortales de sus enterramientos originales, luego cavó en los más profundo de la cripta del nuevo templo para depositar la reducción y después echó tierra y la apisonó.
Del trabajo del sepulturero levantaron acta, más de tres siglos después, los arqueólogos y forenses que analizaron la reducción, después de que fuera hallada en la esquina sureste de la cripta, en el más profundo y antiguo de los trescientos enterramientos, el 90 por ciento de niños, que contenía aquel insólito lugar.
Los investigadores hallaron que los huesos de la reducción correspondían y eran compatibles con los de los individuos sepultados en la capilla primitiva: once adultos y seis niños. Además, se encontró una moneda de 16 maravedíes de Felipe IV, anterior al tiempo del traslado, y los restos de una casulla, una estola y un manípulo que, según expertas del Museo del Traje, correspondía a la época del sacerdote inhumado, Francisco Martínez, capellán de San Ildefonso y también casero de Cervantes.
Las críticas al proyecto, fundamentalmente porque no se pudieron individualizar los restos de Cervantes a falta de una dificultosa confirmación por ADN, no empañaron la extraordinaria relevancia del resultado: después de cuatro siglos se había recobrado el hilo del paradero de los restos del más grande escritor español de todos los tiempos, lo que aún no ha sucedido, ni sucederá posiblemente nunca, con los de Velázquez, Lope de Vega, Quevedo o Calderón de la Barca.
Se confirmó, además, la lealtad de varias generaciones de monjas trinitarias -incluida la actual, con su priora al frente, Sor Amada, pieza clave para el éxito del proyecto- a su deber de custodia de los despojos del que fuera cautivo en Argel, de donde fue liberado por la orden redentora. Hay que recordar que el autor de Los trabajos de Persiles y Sigismunda fue enterrado en las Trinitarias gracias a la caridad de la orden tercera franciscana a la que perteneció y con cuyo hábito fue sepultado. Porque nuestro autor más traducido en el mundo entero murió pobre y olvidado de todos.
Ante un hecho de esta importancia, una vez devueltos los restos de la reducción a un lugar de honor de la iglesia de las Trinitarias, los ataques al proyecto se redoblaron por la errata del nombre de «Sigismunda» en la lápida, donde figura como «Segismunda». Fallo cuya responsabilidad asumí y que aún espera, paciente, a que alguien tenga a bien corregirla algún día para mayor brillantez de la inscripción de la cita de su obra póstuma, escrita en su lecho de muerte, a modo de epitafio que, a propuesta de la Real Academia Española, luce sobre el mármol:
«El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir».
Ahora que se celebra en estos días el aniversario de la muerte de Cervantes y de Shakespeare, por cuyo motivo el Día del Libro se estableció el 23 de abril, mis recuerdos vuelven a aquellos momentos de máxima atención mundial sobre nuestra capital. El impacto acumulado en audiencia de todo el proyecto de búsqueda fue de 5.900 millones, y alcanzó un valor económico similar al de una campaña publicitaria de más de 100 millones de euros, cuando el coste total del proyecto fue de 124.000.
A pesar de la en ocasiones bronca recepción del hallazgo, me quedo con la entrega, la profesionalidad y la ilusión de todo el equipo: siento sinceramente no poder citarles uno por uno en este limitado espacio. Cada cual con sus ideas y en sus circunstancias, a todos les unió ese sentimiento de orgullo y esa conciencia de estar haciendo algo justo y necesario por el buen nombre de España.
Nuestra capital era el mejor escenario para este reencuentro con algo más que unos despojos perdidos. Se trataba de devolver a un lugar físico, en medio de nosotros, la figura del mejor caballero andante de nuestras letras, al que las aspas del molino del tiempo, ese gigante imparable e invencible, hicieron caer a la postrera tierra, en el Madrid del recuento final de las lanzas astilladas, los yelmos quebrados y las cicatrices visibles e invisibles de las muchas batallas de su existencia.
Sí, estimado lector, creo que mereció la pena rescatar a un Cervantes cautivo en un pedazo de tierra oculto y olvidado a casi metro y medio de profundidad en una cripta húmeda y oscura, mezclados sus restos con los de quienes habitaron sus días en las calles aledañas. Mereció la pena, sí, devolver al autor alcalaíno a su condición de habitante mortal del tráfago cotidiano de derrotas y triunfos igualmente impostores en el que moramos todos, para que siga guiándonos en la aventura de vivir y de soñar, con la libertad siempre como enseña, como buen vecino de este Madrid nuestro.
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