Buenos conductores, mal formato

Buenos conductores, mal formato

Ana Blanco, Vicente Vallés y Pedro Piqueras dirigieron el debate a cuatro con el rigor y la asepsia propia de tres grandes profesionales del periodismo audiovisual. Los tres intentaron sacarle el máximo jugo a un formato que aún necesita una vuelta de tuerca para ser más atractivo de cara a la audiencia. A pesar de los intentos por tratar de repartir equitativamente el turno de palabra e introducir los temas con total respeto a los tiempos, el evento fue, por momentos, aburrido, predecible y con poca interacción entre los políticos, ceñidos en demasía al guión preestablecido. Una dinámica a la que también contribuyeron los propios candidatos, que comparecieron en la Academia de la Televisión con muchas precauciones. Conscientes de que en una cita así se puede perder mucho más de lo que se gane.

Hasta que llegaron al bloque sobre la corrupción, y el impulso pudo más que las indicaciones, Mariano Rajoy, Albert Rivera, Pablo Iglesias y Pedro Sánchez encadenaron una suerte de monólogos que desnaturalizaban el ritmo implícito que ha de tener un programa de televisión para que, a pesar de su contenido serio y riguroso, sea atractivo para el espectador. Lo ideal sería una discusión educada entre ellos que eleve el interés y deje al descubierto la realidad de sus programas e intenciones más allá de la estrategia prefijada en gráficas y folios escritos. La disposición de los candidatos en el plató tampoco ayudaba. Además del ruido de ambiente que acompañó a la emisión durante muchos minutos, sus respectivos cuerpos, parapetados tras unos grandes atriles, coartaban la expresión corporal y el lenguaje no verbal, dos elementos esenciales para poder analizar el desarrollo y la calidad de los oradores. Bien es cierto que no resulta fácil convertir un debate con tantas delimitaciones en algo entretenido, ya que los propios partidos siempre exigen la salvaguarda de sus candidatos. No obstante, una mayor cercanía para con los espectadores otorga más posibilidades de ganar —también perder, es cierto— la confianza de cada votante. Al fin y al cabo, la política debería estar destinada a personas audaces.

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