Un ‘alcalde de Zalamea’ de mucha actualidad
Dice el actor Arturo Querejeta, el último gran Pedro Crespo en escena, protagonista del El alcalde de Zalamea estrenado el pasado jueves en los Teatros del Canal, que esta obra de Calderón de la Barca es «una catedral dramática». Lo afirmó en la Casa de Lope de Vega, en la madrileña calle Cervantes, donde parte del elenco participó en la presentación del nuevo montaje junto a su director, José Luis Alonso de Santos.
Querejeta evocaba acertadamente con sus palabras las reflexiones sobre Calderón escritas por Antonio Machado en su Mairena póstumo, y que publicó la revista Hora de España en noviembre de 1938, tiempo sombrío de destrucción, de duelo a muerte entre dos Españas a costa de la de siempre.
Así hablaba entonces Machado del autor de La vida es sueño:
«Del barroco literario español -decía Juan de Mairena a sus alumnos- la catedral, de puro estilo jesuita, la encontraréis, acaso, en el teatro de don Pedro Calderón de la Barca, del Calderón más calderoniano, que no es, a mi juicio, tanto el continuador de Lope como un arquitecto definitivo en nuestras letras doradas. Como obra de teatro nada hay, acaso, más sólido en nuestras letras que una comedia de Calderón».
Esta reflexión machadiana sobre Calderón explica, a mi modesto entender, pues no quiero dármelas de crítico teatral, la forma en que José Luis Alonso de Santos introduce al espectador en esa catedral de las letras universales, como en un espacio armónico donde se equilibran la fluidez de la trama, la autenticidad de los caracteres, la agilidad de los diálogos y, sobre todo, la frescura del mejor castellano que pueda versificarse nunca.
En la obra de Calderón cada personaje se explica por sí mismo y en relación con las demás, como una constelación. Así, los retos dialogados entre Pedro Crespo y don Lope de Figueroa, con unos agigantados Arturo Querejeta y Daniel Albaladejo, retratan los respectivos modos de autoridad, y con ello de justicia, que encarnan.
Lo mismo sucede con la maligna connivencia entre el capitán don Álvaro de Ataide y su Sargento, con una perfecta complicidad entre Javier Lara y Fran Cantos; o con el amor vivaracho de Rebolledo y La Chispa, que Jorge Basanta e Isabel Rodes hacen auténtico.
En mi opinión, es la justicia, por encima incluso de la honra, el gran tema que se representa en esta catedral literaria que Alonso de Santos ha iluminado con respeto reverencial por el autor y también por el espectador. El director ha logrado hacer al público partícipe de un vibrante auto teatral y conmoverlo con el derroche de todos los actores y una intencionada puesta en escena.
Así, el público se encuentra ante dos escenarios, diseñados por Ricardo Sánchez Cuerda con gran imaginación plástica y técnica. Ambos retratan el trasfondo de las fuerzas enfrentadas en la trama. Uno es el bosque, espacio de arbitrariedad, maldad y violencia, donde don Álvaro viola a Isabel, la hija de Pedro Crespo, interpretada con pura fuerza dramática por Adriana Ubani.
El otro ámbito es el del pueblo de Zalamea, frente a la casa de los Crespo, lugar de paz, orden y ley, en el que la justicia del alcalde buscará restablecer el imperio de la ley y con ello el equilibro violentado por el capitán del Tercio Viejo de Flandes.
Sobre uno y otro espacio, Alonso de Santos hace resonar un doblar de campanas que añade una nota metafórica sobre el sentido trascendente de la existencia, con la llamada a rendir cuentas por los actos de cada uno ante una instancia superior, que en el drama calderoniano pueden ser Dios, la justicia humana o la propia honra.
Pero lo que toca a Pedro Crespo, después de ser investido alcalde, es impartir justicia. Calderón pone de manifiesto sin ambages un concepto de la justicia como fuerza legitimadora de la autoridad, capaz por eso mismo de garantizar la unidad y la convivencia de los diferentes. Así lo manifiesta Crespo en su elogio al Rey Felipe II cuando éste acepta finalmente su sentencia como alcalde contra el capitán: «Sólo vos a la Justicia / tanto supierais honrar».
Escandalizarse por el hecho de que Alonso de Santos haya señalado la actualidad del mensaje calderoniano es como concederle a su representación la condición de acto subversivo, lo que sólo puede considerarse felizmente, pues también debió de serlo en su época ante su denuncia de los privilegios de los que gozaban unos determinados estamentos.
Si El alcalde de Zalamea contiene un mensaje de denuncia contra los abusos de poder, contra la violación de las leyes que nos hemos dado todos y contra quienes desde su autoridad no sólo persiguen estos atropellos, sino que los legitiman, significaría que los autores de nuestro Siglo de Oro están más palpitantes e incisivos que nunca.
Ya lo dijo Machado en su Mairena póstumo que hemos citado, cuando reconocía hace más de ochenta años la plena actualidad de otra obra de Calderón, El Príncipe Constante: «Un gran incendio de teatro, ciertamente, pero en el cual -como dijo un coplero- se oculta un ascua verdadera, que todavía podemos aplicar a nuestra sardina».
Alonso de Santos ha seguido la lección del gran poeta y ha arrimado su sardina al ascua verdadera de El alcalde de Zalamea para reivindicar la defensa de los principios y valores que nos han traído hasta aquí, y en los que todos podemos y debemos reconocernos para seguir conviviendo juntos. Y además hacerlo con libertad y sin miedo, que es lo que verdaderamente cuenta en esta nueva hora machadiana de España.
La apertura de la temporada de los Teatros del Canal con esta sinfonía escénica dirigida por una personalidad de nuestro teatro de tanto peso como José Luis Alonso de Santos, se enmarca en la apuesta de la presidenta Isabel Díaz Ayuso y de Mariano de Paco, consejero de Cultura y hombre de teatro por encima de todo, por declarar al Siglo de Oro como Bien de Interés Cultural y por reforzar su difusión en la Comunidad de Madrid. Este estreno es un paso en esta buena dirección, y más que vendrán.