La senda de los referendos

La senda de los referendos

Como si el afán de nuestras vidas tuviera que ser votar, votar y votar, nos proponen desde varias instancias políticas que tengamos un referéndum en Cataluña. El presidente Sánchez propone un “referéndum para el autogobierno” que es replicado por el presidente Torra con la exigencia de un referéndum de autodeterminación. El voto es una institución jurídico/política que una de sus finalidades puede ser el consultar directamente la opinión de la población en un asunto concreto. Es decir, instaurando un elemento de democracia directa, como es la organización de un referéndum. En este caso no se está decidiendo la composición de un parlamento o un ayuntamiento, ni de elegir un presidente, pues se trata de expresar si se está o no de acuerdo con una medida política determinada. Las opciones son simples: se está de acuerdo o no. Se vota sí o se vota no. Y gana la opción que tenga más votos. Desde Rousseau se han venido defendiendo instrumentos de democracia directa e incluso el Tratado de la Unión Europea los encuadra bajo el rótulo de “democracia participativa” supeditada, eso sí, a la democracia representativa, a la decisión de los representantes democráticamente elegidos.

La sencillez del referéndum, sin embargo, es aparente. Para que sea realmente operativa, esta institución debe obedecer, como los sistemas electorales, a ciertas reglas. Por ejemplo, los referendos han de estar legal y/o constitucionalmente previstos, la pregunta debe ser clara —dado que hay que responder sí o no, sin matices— y el ordenamiento jurídico debe permitir que la pregunta concreta pueda ser planteada —hay materias que suelen estar excluidas, como por ejemplo las tributarias—. Ello implica que hay que explicar muy bien a la ciudadanía lo que se quiere preguntar, que no hay que tener prisas y que se le tienen que proporcionar todos los elementos necesarios para que pueda decidir conscientemente y en libertad. Todo ello es necesario para que la expresión de la voluntad popular no responda a elementos plebiscitarios o emocionales, más cercanos a la adhesión o rechazo a los líderes que convocan la consulta —o a la adhesión a un mito artificialmente creado— que a la expresión de una opinión fundada sobre lo que se pregunta. Por eso hay que estar en contra tanto de elecciones como de referéndums fraudulentos. Digo fraudulento, como sinónimo de ilegal e ilegítimo, porque no todas las elecciones ni, sobre todo, todos los referéndums, pueden ser así considerados.

Descartado, parece, que el presidente Sánchez proponga un referéndum consultivo acerca de si es necesario o no tener más autogobierno en Cataluña. La opción que queda, en este contexto, es la de elaborar un nuevo Estatuto de Autonomía, reformando el anterior, que sea, como impone la Constitución, aprobado en referéndum por la ciudadanía con derecho a voto en el marco de la comunidad autónoma. Ello implica enfrentarse a un procedimiento que comporta varias fases, pues el nuevo Estatuto tiene que ser aprobado por 2/3 del Parlamento catalán y como Ley Orgánica en las Cortes Generales, con la correspondiente mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados en votación final sobre el conjunto del proyecto. No está claro que pudieran obtenerse tales mayorías, ni en el Parlamento catalán ni en las Cortes, pues la composición de las cámaras es actualmente harto compleja en ambos casos y puede haber impugnaciones sobre el contenido ante el Tribunal Constitucional.

El Presidente lo sabe. Así que, salvo que tenga un acuerdo político, implicando al menos a parte del secesionismo en la aventura, además de a Els comuns en Cataluña y a Podemos en las Cortes, más los “flecos” que fueran necesarios para llegar a la mayoría requerida en cada lugar, se hace difícil pensar en la viabilidad de tal propuesta. No parece que la opinión del Partido Popular, de Ciudadanos y de buena parte del secesionismo pueda ir por ese camino. Y el propio president de la Generalitat, en su reciente y teatral alocución, lo ha dicho también claramente: sólo aceptará un referéndum de autodeterminación, pactado, vinculante e internacionalmente reconocido. Bueno, lo de claramente es discutible pues también ha afirmado que el pueblo catalán ya se “autodeterminó” el 1 de octubre del año pasado. Poco convencido debe estar de ello cuando primero afirma que la autodeterminación ya se ha producido y a renglón seguido reclama que pueda producirse.

Inasumible

El problema que enseguida aparece es que ese tipo de referéndum no es constitucionalmente admisible, como tampoco lo ha sido en Baviera o en la llamada “Padania”. Los tribunales constitucionales de Alemania y de Italia, al igual que el español, han sentenciado claramente que sin previsión constitucional no es posible realizar un referéndum de autodeterminación y ni Alemania, ni Italia, ni España, tienen este tipo de previsiones en su Constitución. Sí la tuvieron —y así les fue– en la Unión Soviética y en la Federación yugoslava, y también la tienen en Reino Unido, debido a la flexibilidad de su Constitución no escrita y, en Canadá, con sendos requisitos, relativos a la exigencia de quorum de participación y de alto porcentaje de votos válidos favorables para su puesta en práctica. Pero son los únicos estados democráticos que tienen esta regulación.

Todo el resto, Estados Unidos incluido —el Tribunal Supremo tuvo también que pronunciarse allí al respecto, impidiéndolo, cuando Tejas quiso autodeterminarse— no permiten que una parte de su territorio realice una secesión dirigida a la creación de un nuevo Estado independiente. Son las constituciones y las leyes las que, en su caso, lo regulan, teniendo en cuenta los estándares internacionales. Y del mismo modo que no se pueden comprar y vender cosas, o alquilar fincas o vehículos o realizar cualquier tipo de contrato, incluso matrimonial o de separación o divorcio, contra lo dispuesto por las normas, tampoco los referendos pueden ser realizados sin respetarlas. Así las cosas, el referéndum que parece plausible es, a pesar de la oposición del secesionismo, el de reforma estatutaria.

En este punto, aparecen nuevos problemas: ¿Para qué se necesita un nuevo Estatuto de Autonomía en Cataluña? No para establecer el autogobierno, que lo tenemos, y en amplísimo grado, con el Estatuto actual. ¿Para aumentarlo? ¿Es posible que Cataluña pueda obtener más autogobierno? ¿Sería ello aceptado por el secesionismo como contrapartida para abandonar la vía unilateral a la independencia? Varias opciones han aparecido en el debate político y académico. Una de ellas, que parece tener bastantes “puntos”, según dicen algunas voces del “soberanismo no radical” afirmando incluso que hacen cierta mella en algunos sectores del propio Gobierno español, promueve la «recuperación», en un nuevo Estatuto, de lo que el Tribunal Constitucional declaró contrario a la Constitución en su sentencia del 2010, relativa al Estatuto de Cataluña aprobado en 2006.

Estatuto ilegal

Proponer, como se hace, la recuperación de los contenidos del Estatuto de Autonomía de 2006, declarados contrarios a la Constitución por el Tribunal Constitucional en 2010, o sujetos a la interpretación establecida por la sentencia, no es una técnica ajena al constitucionalismo comparado. Francia lo ha hecho en varias ocasiones sin que se desangre el sistema. El problema no está en la técnica, está en el contenido de lo que se pretende recuperar. Ello estaba ya en la base de la primerísima propuesta de reforma del Estatuto de 1979 que fue concebida, y ello es así reconocido por sus propios autores, como un texto que superase a la Constitución de 1978 para obligar a una reforma posterior de la Constitución que tuviera como ejes lo que se incorporase al Estatuto de Cataluña. Como si lo que se decidiera en una Comunidad Autónoma pudiera condicionar a la reforma territorial del Estado en su conjunto.

Para conseguir ahora efectos similares, las propuestas que se barajan tienen contenidos preocupantes. A veces, se defiende que los Estatutos sean leyes “autónomas” en el sentido de conseguir que no tengan que pasar por el trámite de Ley Orgánica en el Congreso y en el Senado, para que las Cortes no puedan modificar lo que se aprobó en la comunidad autónoma. En todo caso, dicen, ya les enmendará la plana el Tribunal Constitucional, ahora que ya hemos recuperado el recurso previo. Pero para que ello pueda ser así es necesario modificar la Constitución, ya que la exigencia de la Ley Orgánica para la aprobación de un Estatuto está establecida en nuestra Carta Magna, en el art. 81.1. Y no es baladí que la Constitución hubiera previsto la intervención de las Cortes Generales para insertar, como Ley Orgánica, al Estatuto, en el ordenamiento jurídico del Estado.

Otras veces se propone que el Estatuto consagre la “realidad nacional” de Cataluña y no en forma retórica o en el preámbulo, sino que ello conlleve efectos concretos, aumentando competencias exclusivas de Cataluña en detrimento de las estatales, “blindando” como se dice, Educación y Cultura, por ejemplo. También, en este caso, sería necesario reformar la Constitución, que atribuye competencias al Estado en materia educativa —las bases, las condiciones para la expedición de títulos y la alta inspección, derivadas de los art. 27 y 149.1.30 CE, importantes aunque hasta el presente los sucesivos gobiernos de España hayan hecho una enorme dejación de funciones al respecto— y que también atribuye competencias al Estado en materia cultural (art. 149.1.28 CE).

Justicia propia

Estas propuestas también inciden en aspectos no desdeñables de las competencias autonómicas, desde la perspectiva del federalismo “asimétrico” propugnado por diversos sectores, que consideran que algunas comunidades autónomas, por ejemplo Cataluña, tienen que tener un techo competencial más alto o mejores atribuciones financieras por parte del Estado, a cuenta de lo que denominan “hechos diferenciales” que, sin definir con precisión en qué consisten, justificarían, por ejemplo, la existencia de un poder judicial propio en la comunidad, de tal manera que pudiera obviarse la intervención de la Audiencia Nacional o del Tribunal Supremo. Ello también precisaría una reforma constitucional ya que el Poder Judicial es único en la Constitución y, precisamente, el tema de la organización del poder judicial en Cataluña fue el único artículo del Estatuto de 2006 declarado contrario a la Constitución por el Tribunal Constitucional en toda su completud, porque el resto de inconstitucionalidades lo fueron de incisos o de conceptos del Preámbulo —menos de veinte en total, en un Estatuto de más de 250 artículos—.

Así, pues, ¿qué es lo que significa el referéndum por el autogobierno que es el que parece que está detrás de estas propuestas? Que tenemos que reformar previamente la Constitución antes de poder incorporar las ampliaciones competenciales que parece que serían del agrado de algunos. Pero ahí aparece otro problema, porque muchas de estas propuestas se realizan en nombre de un pretendido federalismo, que no es tal porque el federalismo no supone la centrifugación competencial que ha sido la práctica observada en la organización del Estado de las Autonomías, sino que implica el establecimiento y el refuerzo de instrumentos de cooperación, coordinación y colaboración, que ya se plasman en la Constitución y en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, para que la toma de decisión se organice teniendo en cuenta la realidad de todas las personas presentes en todos los territorios.

Y porque el federalismo no encaja con las singularidades, ni los supremacismos ni los etnicismos, más soñados e inventados que reales, que vienen jalonando el conflicto en el que nos hallamos sumergidos. De todas formas, con todo ello entraríamos en la —tan querida por algunos— senda de los referendos. Habría que hacerlos tanto para reformar el Estatuto como, según los nuevos contenidos que se pretendieran, para reformar la Constitución, si es que se hubieran obtenido las respectivas y necesarias mayorías parlamentarias para conseguir las reformas. Pero pensemos bien lo que queremos antes de que nos metamos en referendos que, como viene sucediendo últimamente bastante a menudo en el mundo, han sido perdidos por quienes los convocaron.

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