Libertad económica: lo que España podría llegar a ser
La libertad económica suele relacionarse con un pensamiento político liberal, de ahí que su aceptación haya estado sometida a la ideología, como si sus resultados fueran opinables. Es aquí donde llega mi discrepancia, pues considero que prácticamente cualquier pensamiento puede ser compatible con el método que aumenta la producción, el bienestar y el desarrollo humano, incluso aquellos que se opongan frontalmente al liberalismo.
Así, por libertad económica no debemos entender algo monolítico, propio de sistemas o ideologías concretas. Hemos encontrado este modelo en numerosas sociedades, algunas primitivas, algunas no puramente estatales…
El propio San Juan Pablo II se pregunta en Centesimus Annus si el capitalismo es la mejor forma de gestionar la economía, y responde: «Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de economía de empresa, economía de mercado, o simplemente de economía libre».
Es decir, se puede extraer un valor universal, una libertad económica, no ajustada siquiera al concepto de capitalismo. Sólo es necesario confiar la producción a la sociedad para que esta se organice de forma orgánica sin necesidad de obedecer directrices férreas y centralizadas.
Efectos de la libertad económica
Como ejemplo, avanzar en la libertad económica en España sería eliminar trabas burocráticas, facilitar el emprendimiento, fomentar el ahorro y la inversión, ver con buenos ojos la creatividad, apreciar las buenas ideas y, claro, rebajar impuestos y apartar al Estado de la producción para que la sociedad tenga más margen de actuación.
Menos trabas burocráticas provocarían mayor y mejor producción en el sector primario y, de ahí, una mejora generalizada en toda la economía. Por ejemplo, eliminar las innumerables restricciones que sufre el sector agrario -uso de fitosanitarios, excesiva burocracia, impuestos altos, cuotas de producción- abarataría los costes, generando más margen de beneficio, atrayendo a gente al campo y aumentando la oferta.
La mayor oferta abarataría el producto final, algo beneficioso para la industria alimentaria, que reduciría costes, siguiendo el mismo proceso que los agricultores y, por tanto, haciendo que el consumidor final pague menos en el supermercado. Esto no es algo ideológico, ni liberal, ni libertario, es sentido común, algo que cualquier persona de cualquier posición política puede defender sin temor a ser un derechoso.
Si las peleas ideológicas se dejaran de lado y pudiéramos empezar a promover ese sistema productivo para rebajar costes y dedicar recursos a innovar y a mejorar el bienestar de las personas, España comenzaría a avanzar y dejaría de conformarse. Un país con una estructura económica, industrial, productiva y empresarial fuerte capaz de responder a cualquier desafío en cuestión de segundos.
De hecho, la generación de recursos a través del aumento de la productividad permitiría, desde luego, crear redes de asistencia que sostuvieran económicamente las desavenencias sociales. Es evidente, yo no puedo dejar de producir para ayudar a alguien, sino que debo de poder producir más y mejor para que ayudarle no me suponga ningún problema. El dinero viene antes, pues pocas cosas son gratis en el mundo -generalmente las mejores lo son, en eso tenemos suerte- y todos necesitamos mantenernos.
«Quien no trabaje, no coma», decía San Pablo, haciendo referencia a aquellos que veían cerca la parusía y que, por ello, habían dejado de esforzarse, provocando que los otros tuvieran que trabajar el doble. Esa es la idea. No es que San Pablo sea cruel y quiera decir que para recibir cualquier cosa hay que ganárselo y, sino, que se muera de hambre, sino que refleja una realidad del mundo: para tener algo de comer, hay que conseguirlo. Esto no es ideológico, es lo que nos rodea constantemente, queramos o no.
En ese sentido, cualquier medida política, cualquier aumento del gasto público, cualquier anuncio de cualquier ayuda pública, debería de comenzar con la pregunta: ¿Cómo se va a pagar? Y si esa forma de pagarlo es a costa de perjudicar la producción -lo que permite que tengamos cosas-, no debe hacerse. Claro, esto provocaría que el responsable no ganara las elecciones, por lo que el esfuerzo, más que político, debe de ser social, con votos y exigencias a quienes sí tienen claro lo que funciona económicamente.